sábado, 9 de enero de 2010

ANGELES


Ángeles

Los ángeles no existen. Al menos no como los pintan los curas. Pero como me gustaría que existieran. Para tener una última esperanza, cuando todo haya fallado.
Pensaba en ángeles en la calurosa tarde correntina porque los acababa de ver en las ruinas de un templo jesuita. Los aborígenes los tallaron en la roja piedra y en un último gesto de rebeldía, les habían dibujado los ojos achinados. Como los de ellos y los míos. Imagino que los religiosos habrían depositado en los escultores toda su confianza. Ese fue su error. Allí quedarían por siglos esos ojos que ahora miraban sin expresión.

La chiquilla descalza llevaba sobre su cabeza una gran cesta de mimbre tapada con una servilleta blanca. Algo vendía. Se acercó y me dijo: “¿chipás calientes, señor”?
Tomé una y sentí que estaba apenas tibia. ¿Y cuanto cuestan?
-Setenta y cinco centavos cada una.
-Pero están frías, le reclamé.
-Mi mami esta haciendo otras, mas calientitas. Si me espera le traigo las nuevas.
No alcancé a contestarle. Como un gorrión salió a los saltitos rumbo a un rancho que desde allí se veía. La pollera de un color amarronado como el piso, le llegaba a los tobillos. Le quedaba bastante grande. La blusa, alguna vez blanca, tenía las huellas del uso intenso.
No se porque decidí acercarme. Me llamó la atención que ningún perro, de esos que por allí se crían para cuidar la casa, me saliese al encuentro. Se veía a un costado un cerco de palos con algunas ovejas y un par de corderos. Un poco mas atrás los restos de lo que fuera un gallinero. Un caballo dormido de tan aburrido descansaba sobre tres patas, la cuarta simulaba estar en punta de pie. Se podían contar sus costillas.
Golpeé las manos y el trozo de frazada que oficiaba de puerta se levantó, dejando ver a una niña de unos trece años. Sus bellos ojos guaraníes me miraron en silencio, como preguntando.
¿No está tu mamá? Quisiera hablar con ella-le dije sintiéndome como un tonto.
-Nosotros no tenemos mamá- me contestó.
-¡Pero si recién tu hermanita me dijo que estaba amasando chipás!
-Ellos me dicen mamá porque soy la más grande. Mi mami murió hace dos años y mi papá se fue a trabajar lejos y nunca volvió.
-Pero como… ¿viven solos, quien los cuida?-pregunté disimulando mi sorpresa.
-No necesitamos que nos cuiden, nadie nos puede hacer nada –dijo con seguridad.
Me pareció que me miraba con lástima.
Empezaron a aparecer a su lado, los hermanitos. Unos niños de cabellos renegridos y grandes ojos rasgados. Todos descalzos.
-¿Pero que hacen si hay algún peligro, si alguien viene a robarles?
-Entonces señor, nos vamos al patio de atrás de la casa y allí estamos a salvo.
No entendí. Pero el modo en que me lo dijo no me permitía volver a preguntar sin pasar por lelo. ¿Que diferencia podía haber entre el frente de la casa y la parte de atrás? Todo estaba rodeado de campo abierto.
-En realidad quiero comprar unas docenas de chipás para llevar-dije justificando mi presencia.
-Esperemé un rato que ya termino de amasar – y con un gesto me invitó a pasar al costado de la casa donde el cañadizo daba sombra a una rústica mesa de timbó. En una batea se veía la masa. El horno a leña estaba listo para cocinar la mezcolanza.
Había llovido durante toda la semana por lo que el piso de tierra era un verdadero barrial. Los botines pesaban una enormidad por el barro pegado, sin embargo los niños que iban delante no dejaban huellas. Los niños pisaban y no dejaban huellas… Esto no puede ser, me dije. Solo quedaban las marcas de mis zapatones.
-Siéntese, el horno ya esta caliente, en veinte minutos estarán listas.
Mi vista descansaba mirando el verdor de los alrededores. Estaba dispuesto a esperar horas si hiciera falta .La paz estaba en este lugar .El calor y el ruido de las chicharras me adormecían, el único movimiento importante era un arreo de vacas que avanzaba cansinamente por el camino al costado de la casa. Los arrieros cada tanto pegaban un grito desganado: ¡vaaaca…vaaaca! Más por costumbre que por necesidad.
Al frente avanzaba un gran toro negro de varios cientos de kilos con una cornamenta impresionante y el único que se mantenía altivo. Su postura desafiante era realzada por la mirada dura de sus ojazos. Pensé que cuando pasara a mi altura solo nos separaría un endeble cerco de ramas espinosas. A mi lado, tres de los hermanitos mas pequeños se entretenían jugando con unas latitas vacías, ajenos al espectáculo que representaba esa masa de animales sudorosos, envueltos en una nube de tierra.
Fue entonces cuando el enorme animal que encabezaba el grupo dio un violento salto y encaró la enramada. Su mirada rojiza se clavó en la mía .Su bocaza entreabierta dejaba caer ríos de baba espumosa. Mis ojos no podían apartarse de la monstruosa cabeza que agachada apuntaba el par de afilados cuernos a mi cuerpo. Volteó el cerco como si fuera de paja y de golpe se paró a escasos metros. Podía sentir el calor húmedo del aire que salía con fuerza de sus pulmones. El tufo animal de su sudor llegó claramente a mi nariz. Giró la testa, miró a los niños que lentamente se levantaban paralizados por el miedo y allí pareció elegirlos como blanco para su ataque. En ese instante pensé que la bestia estaba por vengarse de tanto maltrato, pero lo iba a hacer, con quienes menos lo merecían. No atiné a nada, la presencia tan cercana de semejante mole me impedía moverme. Todo, por un brevísimo instante, quedo congelado Allí escuché el desesperado grito de la niña-mamá y no lo entendí: ¡Al cielo chicos, al cielo! Entonces vi como los tres niños, dando un brinco, se elevaban sobre el animal. Sus piecesitos descalzos, sucios de barro, quedaron suspendidos varios metros arriba .La bestia se irguió todo lo que pudo he intentó pararse en dos patas, tratando de alcanzar a sus presas. Solo logró hacer retumbar la tierra al caer pesadamente sobre sus patas. Inclinando la cabeza los miraba con rabia, luego se acordó de mí, me miró con ojos inexpresivos y arrancó en una embestida imparable contra mi persona. Cerré los ojos y pensé: “hasta aquí llegué”. De golpe, me pareció que estaba volando o algo parecido porque no sentía mi propio peso. Recuerdo que dije: ¡Esto debe ser el comienzo de la muerte…! Cuando los abrí, vi el techo del rancho unos ocho metros abajo, el toro burlado, caracoleaba furioso. Sentí mi mano derecha tomada fuertemente por la niña mayor. De la otra me sostenía el más grande de los hermanitos. Los dos me miraban -¿Vio que nadie nos podía hacer nada?-dijo la niña.
Abajo los arrieros le tiraban un par de lazos al toro y comenzaban a sacarlo. No parecían extrañados de vernos suspendidos en el aire. Solo uno nos miraba con desgano
-Mañana tendré que arreglar el portillo- dijo la niña distraídamente. Cuando bajemos, le termino de cocinar los chipás para que lleve a su pueblo.
Van a ser las mejores que haya comido en su vida-agregó.



Juan José García Zalazar