lunes, 24 de febrero de 2014


Los ruidos de arriba

Todas las noche, exactamente a las once y veinticinco, comienzan los ruidos en el piso de arriba. Primero se escucha como si arrastrasen las patas de una cama. Pienso que debe haber un sofacama y que estarán sacando la cama de abajo. Porque a veces escucho la risitas sofocadas de una niña. Debe tener unos seis años. Los departamentos son  de un solo dormitorio. Otras veces el ruido de bolitas corriendo por el piso. Es muy tarde para que la niña juegue. Hay clases y debería estar durmiendo. Es raro que le gusten las bolitas .Para nada. A mí me gustaba jugar con mi hermana a las muñecas. Aunque solía colgárselas del cuello con una piola del travesaño de la mesa del comedor. A ella no le gustaba y entonces no quería jugar más conmigo. Otras veces, quizás un poco más tarde, he sentido el llanto de una persona mayor. Una mujer. Apenas si se siente. Llora con una gran tristeza. Casi un lamento. Hace unos días, cuando el frío aflojó, me llegó nítidamente el olor a cigarrillos. Entraba por la ventana que da al balconcito. El murmullo de voces indicaba que estaban en su balcón. Deberían estar tomando algo. El tintineo de vasos  anunciaba la probabilidad de una cerveza. Sobre mi cabeza, en el dormitorio y entrada la noche, el golpeteo rítmico  de un espaldar anunciaba la llegada del amor. Un par de veces la pareja discutía. Las voces en alto daban cuenta de una serie de reproches. Me lo imaginaba ya que las palabras en sordina no se entendían.
 No suelo despertarme temprano por esta manía que tengo de escribir de noche. Pero hoy  lo hice, tengo que estar en el centro, a más tardar a las nueve. Escuché que ponían llave al departamento de arriba y presto miré por la mirilla de mi puerta. Vi bajar a una mujer, alta, quizá más alta que yo. Morocha, joven, linda mujer. Arropada en un tapado negro. Presurosa bajaba por la escalera. Se le debe estar haciendo tarde para el trabajo, pensé. Durante todo el día el departamento está en total silencio. Debe trabajar muchas horas
Al mediodía  pasó el administrador a cobrar las expensas. Le pagué las que debía, me había atrasado unos quince días.  Aproveché para preguntarle  si la mujer de arriba estaba alquilando o si había comprado. ¿Qué mujer?, me dijo, hace un año que el dueño no puede alquilarlo. Y que quiere, con la cantidad de departamentos que han hecho, no es nada fácil.

Juan José García Zalazar







VIEJOS PAPELES

Entre todos los viejos papeles encontré la poesía. Solo tiene cuatro versos. No parece mi letra. Han pasado veinte años desde que la escribí. Sus rasgos me son extraños. Las “t” tienen el palito que no suelo poner. Y la “x” es muy abierta. Lo que dice lo volvería a escribir ahora. Ahora que recuerdo el perfume de tu cuello. El nacimiento de tu pecho en ese vestido con florcitas pequeñas. Esa forma tan de cervatillo conque venías. La dulzura conque me nombrabas. El pequeño anillo de plata que olvidaste en la mesada y que olvidé en la vieja casa. El papel cruje levemente  cuando lo doblo y lo coloco en la caja. Esas palabras son las mismas que te diría hoy. Si por acaso te encontrara.

Juan J. García Z.

sábado, 15 de febrero de 2014

       



                                                             OSCURECIMIENTO
El pequeño puerto de Vladislok casi fue un capricho de la Gran Guerra. Los altos mandos del Zar entendían que Rusia debía tener un atracadero de submarinos alternativo en caso de ser atacada la base principal. En realidad casi nadie lo tomó muy en serio. Incluso los ingenieros construyeron un par de muelles que no hubieran soportado las olas del Báltico más de unos cuantos inviernos. Sin  embargo llegados los años cuarenta todavía estaban en pie. La burocracia rusa hizo que una pequeña dotación de infantes y algunos oficiales se renovasen cada tanto en la casi ridícula base. Su defensa terrestre eran un par de cañones de  105mm.Verdes por fuera por la acción de la humedad. Sin embargo eran mantenidos en funcionamiento y para Navidad se hacían unos cuantos tiros al sonar la campana de la capilla. Capilla que era atendida por un sargento, ex seminarista. No se tenía noticia de que alguna vez, hubiesen mandado a cura alguno desde la capital.
En el diminuto pueblo vivían las familias de los oficiales casados. Los únicos vehículos eran dos jeeps Uaz  y una tanqueta varada a la entrada del pueblo  e imposible de arreglar. En casa se hacían esfuerzos para mantener el clima militar que toda unidad de marina debía tener. Cada tanto se simulaba que éramos atacados por aviones enemigos. Un poco por directivas castrenses y otro poco, imagino, que para romper la monotonía de todos los días. Especialmente de noche Todo a modo de entrenamiento. Entonces mi mamá colgaba de unos ganchos unas pesadas frazadas marineras, tapando las ventanas. Se apagaban todas las luces salvo una lamparita azul que colgaba del techo del comedor. Uno de los jeeps, entonces, recorría el caserío en busca de alguna luz que se filtrase y denotase al enemigo, la presencia de gente.
Pero ahora Rusia estaba nuevamente envuelta en una guerra mundial. La guerra que se nos antojaba lejana, extraña, se iba acercando. Las noticias de los avances alemanes nos llegaban a través de una vieja radio con gabinete de madera. Cada vez más   seguido se escuchaba la sirena que daba la alarma de un probable ataque a la  base militar. Papá ya no se sacaba el uniforme casi nunca. Al lado de la puerta de entrada, estaban  cuatro valijas repletas de ropa por si había que evacuar.
Abuela recién llegada, no entendía mucho de esos aprestos. Le causaba  gracia esas cosas. Para ella, nacida y criada en el campo, estábamos un poco locos. Papá distribuyó  las tareas a cada miembro de la familia para los “oscurecimientos” que era la forma en que se nombraba  a esas medidas preventivas. A mis hermanos y yo, nos tocaba sacar el botiquín de primeros auxilios y llevarlo a la puerta principal. Después teníamos que poner una especie de rollos alargados rellenos con arena  debajo de las puertas para que la escasa luz no saliese por ahí. A abuela le encargó que tapase la pequeña ventana de la cocina con un retazo de cobija. Lo hacía, pero de mala gana. Solía decir “esto es ridículo, si me viese tu difunto padre…”Colgaba el pedazo de tela y luego se sentaba en una silla en la cocina a leer un viejo libro de tapas amarillas a la luz de una linterna. Papá la retó un par de veces diciendo que era peligroso. Pronto se dio por vencido ante la terquedad de abuelita.
Las noticias eran cada vez más alarmantes. Las tropas alemanas, según la radio, pasarían por el camino principal rumbo al norte a escasos  dos kilómetros de los olvidados muelles de Vladislok. Papá dijo que el pueblo no tenía ningún valor militar para los germanos pero que había que estar atentos. A la nochecita sonó nuevamente la sirena. Todos cumplimos con nuestra tarea, esta vez con mucha más premura. Las conversaciones que solían darse, las hacíamos a media voz, casi cuchicheando. El jeep no pasó frente a casa. Lejanos rumores como de tormenta se escuchaban para el norte. Luego, cerca, muy cerca, oímos el ruido de una oruga. Pensamos de inmediato en la tanqueta y  que la habían, por fin, arreglado. Luego gente que caminaba un poco a los tropezones en medio de la oscuridad. Mamá dijo “deben nuestros  infantes que van al muelle”. En seguida una pequeña explosión, como un petardo, como los que tirábamos para fin de año. Y nada más. Poco más tarde se sintió nuevamente la sirena anunciando que se acaba el “oscurecimiento”. Mamá fue a la cocina a calentar la comida y sentimos un grito. Un grito espeluznante, como nunca más volví a oír en mi vida. En la silla de la cocina, estaba abuelita sentada, apoyada en el respaldo, como si  estuviera descansando de tanto leer. En la frente un orifico simétrico, apenas sangrante, daba cuenta de su imprudencia. La linterna en el suelo, aún parecía moverse.

Juan José García Zalazar

sábado, 14 de diciembre de 2013







Los Gallos de Don Pedro

Que Don Pedro tenía una obsesión, no era secreto para nadie. Los gallos de riña. En su casa podía faltar la comida pero nada faltarle a sus animalitos. Pedro Díaz, jubilado municipal, rengueaba de la pierna izquierda. Recuerdo de su actividad como chofer y de un desbarrancamiento  que casi le cuesta la vida. En esa ocasión se rumoreaba que había tomado un poco de más. Cuando lo sacaron de la cabina del camión, lo primero que encontraron en el saco, fue su inseparable petaca. Reforzaba su mezquina jubilación organizando peleas de gallo. En el patio de la casa se alineaban las jaulas. Una al lado de otra, en tres niveles. Todas  hechas con cajones de madera. Los domingos a la siesta, aparecían hombres sospechosos y tocaban el timbre. La puerta se entreabría y desde adentro, algo se les preguntaba. Recién entonces se les permitía entrar. Había que protegerse de la policía. En el barrio de amplias casas con patios y frutales, era común intercambiarse las  frutas. Mis naranjas por tus limones. Y así. Natural era que los chicos pidiéramos a las señoras algún damasco o durazno. Teníamos penado ir a lo de Don Pedro. No nos decían porque.
El de la idea fue Hugo. Huguito.
Piru, Don Sosa se fue al campo ¿y si saltamos la tapia y vamos a ver los gallos? La propuesta de Huguito fue irresistible. Al primero que vimos era el que se llamaba Juan Domingo. Lo sabíamos porque el almacenero siempre decía que ese gallo había ganado todas las peleas hasta que perdió un ojo. Con un solo ojo pudo ganar otras cuatro peleas más. Era un colorado con algunas plumas grises y une inútil ojo celeste. Recorrimos todas las jaulas. No podíamos ver las que se encontraban atrás. Estaba oscuro. Hicimos unos rollitos con papel de diarios e improvisamos  pequeñas antorchas. Las metimos entre las jaulas y pudimos ver que atrás estaban los polluelos. El ruido de la puerta al abrirse hizo que saliéramos escapando y en segundos estuvimos a salvo. Nos fuimos a la esquina a jugar hasta que nos llamaron a comer.
A la hora, nomas, los gritos de los vecinos y mi papá que salía corriendo con un balde de agua, anunció  lo que pasaba. De la casa de Don Pedro salía un humo espeso. Unos vecinos tironeaban las mangueras tratando que llegaran. La puerta de entrada estaba tirada en el suelo. Pude ver como unos gallos semiquemados daban vueltas sin rumbo. Otros totalmente negros, no habían sobrevivido. El acre olor a plumas quemadas saturaba el aire. Esa noche, mi papá dijo que Don Pedro sacrificó a los heridos que no iban a vivir. Para no desaprovecharlos los repartió entre los vecinos. Sacó un paquete de diario y lo tiró sobre la mesa. El papel se abrió y la fina cabeza de Juan Domingo cayó bamboleándose cerca de mi cara. Me miraba inexpresivamente. Con un ojo celeste y el otro cerrado.

Esa noche no quise comer.                                                                             
                                                                                                                               

 Juan José García Zalazar

jueves, 18 de abril de 2013


                                                                      Ausencia

La huella de tu cabeza en la almohada. Las sábanas, oleaje confuso de  mar encrespado. Una frazada tirada a los pies en montón anodino de tibiezas. La nariz pretende apropiar  el suave perfume que flota indeciso por irse. Alguna calidez me llega a las palmas de las manos cuando pretendo acariciar la blancura del algodón. Creo sentir el eco de tu voz cuando  poniéndote el último zapato dijiste, “me voy”. El velador ha quedado encendido. Todavía la puerta murmura el quejido sin aceite de las bisagras. Sobre la mesa, un vaso a medio llenar y el cigarrillo que no terminaste. Mi ansiedad, que no sabe de ausencias, ya se duele por tu regreso.
Y apenas si te has ido…

Juan José García Zalazar

viernes, 30 de noviembre de 2012


                      






                                  La diesel

Las cinco de la mañana y ya todo el pueblo está levantado. El sol todavía no ha salido. Algunos gallos  están despiertos, desconcertados y sin animarse a cantar. No entienden que está pasando. Por las ventanas de las cocinas se filtran las amarillentas luces de las lamparitas. Se adivina que la gente está desayunando, el aire se siente perfumado por el humo de las estufas a leña. El cruel frío sureño todo lo envuelve. Esta vez su socio, el viento, no lo acompaña. Quizás ha optado por tomarse un respiro y dejar que la gente, al menos una vez, no tiemble  apenas dejen el cobijo de las casas.
El pueblito, serán una treintena de casas, se desparrama alrededor de la estación del ferrocarril como si temiesen alejarse de ella. Da la impresión de haber sido  parido  a partir de la casa del jefe de la estación, por lejos la construcción más importante. Esta vez y a pesar de la hora todas las luces del andén están prendidas e incluso algunas lámparas quemadas, han sido recientemente reemplazadas por flamantes focos de neón.
La noticia llegó hace un mes. Las viejas locomotoras a vapor ya no correrían más por el ramal que pasa frente al caserío. Se dice que a las seis de la mañana pasará la primera máquina diesel.  Que son mucho más potentes, rápidas, enormes. Un prodigio de la ingeniería, algo nunca visto. En el periódico del pueblo  vecino salió un artículo donde un periodista que había podido presenciar la tremenda máquina en la capital, recomendaba no concurrir con niños o personas cardíacas al paso del tren. Incluso aseveraba que personas de edad avanzada se descompusieron no pudiendo aguantar la impresión al ver a  semejante engendro.
Francisco, mi padre, descreído anarquista, apenas leyó el artículo tiró el diario y me dijo: ¡nosotros vamos a ir! Estos cagatintas capitalistas se oponen a que la gente pueda ver los prodigios  que el pueblo trabajador y sus ingenieros pueden hacer en bien de la humanidad. Y usted tiene edad para ver con sus propios ojos esta maravilla.
Cuando lo comenté en la escuela me enteré que mis compañeros también iban a ir y de las discusiones que sus padres habían tenido por el suceso que se acercaba. Parecía que las madres se oponían en bloque por el riesgo que  podíamos correr. Los padres parecían que también se habían puesto de acuerdo para  llevarnos. La rebelión paterna  quedó zanjada en un acuerdo no escrito. Las niñas no irían. En el acuerdo mi papá no contaba. Nosotros iríamos todos. Mi mamá, yo y mis dos hermanas.
Fuimos de los primeros en llegar. Bien abrigados y todavía con el gusto en la boca del mate cocido muy azucarado que mamá nos hacía. También estaba el intendente con su hijo y un compañero de papá, acompañado de su mujer y los mellizos. Mamá y las chicas se guarecieron en el salón de espera. Nosotros nos quedamos en el andén. Mi papá se puso a conversar con su amigo. Ambos estaban de acuerdo que el tren no pararía en el pueblo y acordaba que estaba bien porque una formación ferroviaria de tal categoría solo era digna de las grandes ciudades. Mi padre le comentaba a su compañero que le hubiese gustado que su hermano hubiera podido ver  la máquina que pronto llegaría. Le decía que no lo veía desde que llegaron de Polonia a Buenos Aires. De esto hacían como quince años. Su hermano era técnico mecánico y de haber estado no se lo hubiera perdido. Que las cartas que le había enviado volvían con un sello que decía: “destinatario desconocido”
En eso estaban cuando de pronto, como a una legua, donde las vías hacían una curva, apareció una luz potentísima en la negrura de la noche. Me pareció que el sol salía a  ras de la tierra. Casi al mismo tiempo el suelo empezó a temblar, cada vez con mayor intensidad.  La luz avanzaba  rápida.  Instintivamente nos corrimos unos pasos hacia atrás. La luminosidad empezaba  a subir  medida que se acercaba. Pronto llegó a nuestros oídos un raro bramido que crecía en fuerza segundo a segundo. Yo temía que esa cosa se nos viniera encima. Sentí como la mano de papá me apretaba y me di cuenta que la boca se me había secado. Alcancé a ver como se iluminaba su rostro y la rara expresión  de sus ojos. La locomotora era ahora, una gran mole negra y amenazaba llevarse todo por delante. Pensé en un segundo en mis hermanitas, no las veía en el andén. Nosotros, sin querer, ya estábamos pegados a la pared, como dando espacio al paso del monstruo que llegaba. Parecía que iba disminuyendo la terrible velocidad que traía. Alcancé a oír que el compañero de papá decía: ¡parece que va a parar!  Un aire  caliente y oloroso a petróleo entró por mi nariz al mismo tiempo que un agradable calor me llegaba a las mejillas. Ya la diesel pasaba lentamente mientras un fuerte chirrido metálico daba cuenta de que se detenía. Recién ahí me fije que todo el pueblo llenaba el andén.
Por las iluminadas ventanillas se veían las caras de gentes extrañas. Solo una puerta se abrió en el segundo vagón. Bajó un hombre, alto como mi padre. Traía un par de valijones. Se detuvo dubitativo, observando a su alrededor como buscando a alguien. Mi padre, absorto mirando la locomotora, le daba la espalda. El hombre se acercó a uno de los vecinos, le habló y vi que le indicaba con su brazo extendido en nuestra dirección. El viajero pareció apurar el paso, acercándose. Con dudas tocó el hombro de papá y con voz temblorosa preguntó: ¿Francisco…? Papá se dio vuelta, miró al extraño a los  ojos  y luego, dudando un instante,  exclamó: ¡José…! Fue ahí cuando me soltó la mano, abrazó a mi tío y pude sentir el temblor de los cuerpos de los dos hombres  estrechándose en un abrazo  que parecía no tener fin.
Cercana, la oscura locomotora ya no me parecía tan amenazadora.

Juan José García Zalazar

lunes, 27 de febrero de 2012


Un vale por cien bananas.

Mi rodilla derecha siempre me recuerda que he sido niño. La miro. Me mira .Tiene cara de no decir nada. La cicatriz que esta allí es raramente, recta. Como si algún arquitecto hubiera trazado la primera línea de un edificio. Parece el inicio de algo .Se distingue del resto de la piel por su color mas claro. La pierna se muestra morena. Tiene siete centímetros de largo. Uno por cada año del niño que era entonces. La herida que la produjo fue importante, tan importante como el miedo que sentí.

El aire fresco que venía de la playa, nos daba en la cara al grupo de chiquillos que buscábamos que hacer, para burlar el tedio de las vacaciones.
El pueblo, minúsculo, levantado entre los médanos y el mar, tenía una sola verdulería .Nos habíamos dado cuenta, que el fletero que traía verdura de las quintas cercanas, se bajaba y se ponía a charlar con la agraciada dueña del lugar .El destartalado camión permanecía abandonado por lo menos veinte minutos. Parecía que descansaba. Su dueño lo cargaba sin misericordia. Una montaña de cajones en equilibrio precario, se elevaba por sobre la cabina y amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. De lo costados, había colocado unos fierros doblados en la punta, a modo de afilados ganchos, de donde colgaban unos impresionantes cachos de bananas. En casa nunca compraban. Eran caras. Los rubios racimos prometían sabores inigualables. La tentación me inició en el camino del delito. Decidí robar.
La primera vez el trabajo en equipo superó todas las expectativas. Oscar en su papel de campana, estratégicamente apostado a la sombra de un eucalipto, dominaba los probables movimientos del enemigo. Ricardo se colocaba a un costado listo para recibir el botín. Su altura le permitía ver las señas de peligro que le hiciera Oscar. Los demás formaban un compacto pelotón dispuesto a entorpecer el paso del proveedor, si éramos descubiertos. El robo, todo un éxito, fue repartido en partes iguales, pese a mis protestas. Yo exigía un par de bananas más por correr el mayor peligro.
La segunda vez, fue igual a la primera en cuanto al temor, los nervios y el corazón que amenazaba con escapárseme del pecho. Esta vez, desplegado todo el aparato de apoyo, subí por la compuerta trasera. El viejo camión estaba cargado como nunca .Tuve que caminar entre una pila de cajones con lechuga y bolsas con cebollas. Desde allí, el suelo se veía muy lejano. Transpirando a raudales, hacía esfuerzos por descolgar un racimo, cuando Oscar haciendo alarde de su pésimo humor, gritó “¡ahí viene el viejo!” Me vi volando por encima de la mercadería en una fuga desesperada. Allí la mala suerte se acordó de mí. Uno de mis pies pegó con la baranda y en la caída mi rodilla derecha se clavó en uno de los ganchos.
Quede colgando cabeza abajo. Debo parecer uno de esos pollos carneados que el carnicero cuelga sobre el mostrador.
El mundo al revés es muy curioso. Veo las copas de los árboles, no sabía que estaban tan juntas. Forman una especie de techo. Al camión deberían darle una buena capa de pintura. Desde aquí parece más ruinoso todavía.

Siento una especie de minúsculo temblor al irse, lentamente, desgarrando la carne por mi peso. Hasta me parece oír un leve ruido al paso del fierro en su camino hacia el hueso. Es raro pero no siento dolor. Lo único molesto son los gritos de mis amigos. Alguien, un grande, me toma de los hombros y cuidadosamente me levanta quitándome el peso. Otro, no le veo la cara, maniobra con mi pierna. El griterío es general. Una mano con una rejilla, olorosa a lavandina, me limpia la cara. De golpe, me siento libre. El camionero me lleva en brazos a la carrera, rumbo a casa, creo. Trato de tener la cabeza un poco más rígida pero los largos trancos del hombre hace que la bambolee. Lo miro. Esta asustado y un par de lágrimas le brillan en los ojos. A su lado alguien corre sosteniéndome la pierna mientras dice “¡no tengas miedo, no pasa nada!”Y su cara, dice lo contrario. La sangre me empapó el pantaloncito y la remera. Con el tiempo es lo único que me recriminó mi mamá. Eran épocas muy duras y la sangre no sale.

No sé que pasó después. Habrá habido un hospital, médicos y vendajes. No lo recuerdo. Lo único que me queda es esta cicatriz y ahora un pedazo de papel que encontré hace poco en la abandonada casa paterna. En un cajón de la mesa de la cocina estaba ese pedazo mal recortado de papel de envolver. Todavía se puede leer escrito con lápiz negro y letra infantil:”Vale por cien bananas” y mas abajo, a modo de firma, “Antonio”. Así se llamaba el camionero.

Al papel se lo tiene que haber dado a mi mamá.

Juan José García Zalazar