jueves, 25 de marzo de 2010



Otoño


En tus ojos tristes, la melancolía
En tus manos, la placidez
En tu andar cancino, la quietud

En tus gestos, la espera
En tu sonrisa, la calma
En tus abrazos, la calidez

¿Entiendes entonces, mujer,
porque otoño hoy te llame?

Juan José García Zalazar (21/03/10)

martes, 23 de marzo de 2010


El hallazgo


El camionero avisó al puesto de Gendarmería de Los Penitentes a las cuatro de la mañana. El frío arreciaba y la nieve no dejaba de caer. Quizás por eso, los gendarmes se demoraron un poco en trasladarse a ver las huellas, de lo que parecía ser un desbarrancamiento a unos siete kilómetros hacía abajo.
Al llegar, el Sargento Guzmán se bajó, miró la densa niebla, puteó al gobierno, que nunca les mandaba las linternas rompe-nieblas y busco las sogas de la caja de la camioneta.
Llamó al aspirante Rodríguez, y entre ambos empezaron la maniobra para descender a la profundidad del precipicio.-Tené cuidado, Rodríguez, a ver si todavía te tengo que pagar como bueno.- le advirtió el Sargento, mientras él mismo patinaba en la greda húmeda de la montaña.
Con mucho esfuerzo bajaron. Era un R-12 rojo. El primero en llegar, fue el aspirante que le gritó a su robusto superior:
-¡No hay nadie mi Sargento!, ¿pero sabe qué? ¡El baúl esta soldado!
-¡Carajo!-dijo Guzmán- voy a tener que ir al puesto a buscar la amoladora. Vos quedate acá, que en hora y media estoy de vuelta. ¡Ya vengo!-gritó, y se fue.
A la media hora, el novato aspirante, pensó que tenía que hacer algo para combatir el frío y el aburrimiento. La soldadura no parecía tan fuerte y piedras lajas había por todos lados. Agarró una bastante afilada y empezó a pegarle en uno de los puntos soldados. El primero le costó. El segundo no tanto, y calculó que con su bayoneta podía hacer palanca.Así lo hizo.
La puerta del baúl se abrió apenas unos centímetros y por allí miró. Veía un cuerpo. No se movía. Estaba de espaldas, todo vestido de negro.
Le habló. El silencio fue la única respuesta. Insistió. Nada. Entonces pensó en lo peor.
Necesitaba más luz. Tomó otra piedra y siguió golpeando la soldadura. Para colmo esta era una costura mucho más gruesa. En efecto la piedra pronto se desgranó.
Buscó en los alrededores una de cuarzo, más dura, y siguió pegándole. La soldadura cedió, y pudo ver algo más. El cuerpo tenía las manos atadas con alambre de púas. Finos hilos de sangre se habían deslizado sobre su piel trigueña.
El Aspirante José Rodríguez, a los de diecisiete años, sintió una sensación en el estómago que nunca antes había experimentado. Respiró hondo. Miró a sus espaldas. La neblina ocultaba el entorno. El silencio, era abrumador.
“Porque no me habré ido con el sargento”, pensó.Pero estaba en el baile y tenía que bailar. Juntó coraje, y siguió golpeando. El rítmico golpeteo se confundía con los latidos de su corazón.
De golpe, con un brusco movimiento, el baúl se abrió.
El cadáver llevaba una sotana. El bisoño gendarme se dio cuenta de que sus piernas le temblaban y tenía la boca seca.
El sacerdote, en posición fetal, le daba la espalda. Tendría que darlo vuelta él solo.
Con mucho cuidado, lo tomó de un hombro y una cadera, y lo giró. Parecía un maniquí.El curita no tendría más de treinta años y su cara estaba desfigurada por una tremenda costura de gruesas puntadas que le cerraban la boca.
-¡Dios mío, que mierda es esto! –dijo el Aspirante, y retrocedió unos pasos, con la mirada fija en ese rostro.- ¿Y ahora que hago?
Permaneció unos segundos sin moverse, observando aquello, en silencio casi religioso. Luego, se acercó lentamente. Entonces se dio cuenta de que el sacerdote tenía la boca abultada. Habían puesto algo dentro de ella.En eso sintió el ruido de la camioneta del destacamento que llegaba, y un rato mas tarde los resoplidos del Sargento descendiendo.-Che, no te me habrás muerto de frío ¿no? Te traigo café, bien calientito.- le oyó gritar.
Un cuarto de hora mas tarde, el Sargento estaba anoticiado de todo y tan asustado como su joven camarada. El aspirante insistía:
-Fíjese mi Sargento que tiene la boca abultada, adentro tiene algo. ¿Qué será?
-Mirá, pibe, ese no es problema nuestro. Lo llevamos al destacamento y avisamos a Mendoza. De él se encargará el médico forense.- dijo el suboficial disimulando su confusión.
Y fue lo que hicieron.


Juan José García Zalazar

Raúl




Su mundo se reducía a las cuatro manzanas alrededor de la Iglesia de Santo Domingo. La familia, eran sus tres perros. Los cuidaba como si fueran sus hijos. Y ellos lo cuidaban a él. Porque dormir en el rellano de un viejo edificio en las noches de invierno, con la ciudad casi desierta era muy peligroso.
Raúl, el ciruja, siempre estaba de buen humor. Tenía un par de fieles amigos, con los que se daban una mano. A veces le ayudaba a Víctor, que juntaba botellas en un carrito. Víctor decía, deliraba, que era un empresario. Que tenía muchísimo dinero en un banco, pero que prefería empezar desde abajo, en este emprendimiento del vidrio, como hizo Rockefeller. A Víctor cada tanto lo invadía la tristeza. En esos momentos su amigo Raúl aparecía, con su compañía y sus palabras.
Y después estaba la María. ”La mujer más hermosa de la Tierra y sus alrededores”, como gritaban a coro Raúl y Víctor cuando la veían.
La María les contestaba: -¡Ahí están los dos más locos de Córdoba. Un día de estos me la creo y no les doy mas bola!-mientras sonreía mostrando sus tres dientes de abajo y los dos de arriba. Ella no dormía en la calle. Tenía una hermana. Pero si vivía en la calle.” Es mi forma de ser libre, decía.”
Cuando alguno de sus amigos se enfermaba, la María se las arreglaba para conseguir las muestras médicas. La María era “de fierro”. Aunque siempre le criticaba a Raúl la compañía de sus amados canes:-Te van a llenar de pulgas. Te van a contagiar la sarna. Y algún día te van a morder”- le decía. Raúl se indignaba. Le quería hacer entender que no era así. Que eran nobles, los encargados de que nada le pasase, que eran sus ángeles de la guarda. María no entendía. O no quería entender.
Llegó junio y empezó a bajar la temperatura. El año pasado la Municipalidad les había repartido frazadas a la gente que vivía en la calle. Este año seguro que harían lo mismo.
Una noche pasaron los empleados municipales. Le dejaron tres frazadas y comentaron que se anunciaba un invierno crudo. Le dijeron que para julio lo mejor sería que durmiese en el Refugio Nocturno. Ellos pasarían todas las noches para llevarlo, si quería. Raúl preguntó si lo dejaban entrar con sus perros. Le dijeron que no. Y entonces, como era de esperar, declaró:
-¡Si ellos no entran, yo tampoco! Las primeras noches de frío fueron aguantables. Sus animalitos se acostaron a su alrededor, y con unos cuantos cartones y las frazadas no la pasaron tan mal.

Hoy había estado frío todo el día. Por eso se sentía melancólico. Estuvo pensando en la María. Llevaba semanas sin verla. Se acordaba de lo mucho que habían conversado, como se habían entendido. ¿Qué hubiera sido de él, solía pensar, si la hubiera conocido antes? La primera vez que la vio se sintió impactado, le gustó su simpatía, su risa fácil...
Ya estaba oscureciendo, y se estaba levantando viento. Los perros se acurrucaban alrededor de él. A lo mejor podrían salir de la calle juntos, sin perder la libertad.
Había caído la noche.

En una de esas, suerte mediante, podrían haber tenido una familia. La María, según comentarios, supo trabajar en un hospital. Se decía que era médica. El nunca le preguntó. En el código de la calle lo que no se cuenta, no se pregunta.
El frío estaba apretando. Mejor abrigaba bien a los perritos.
Sentía un gran cariño por ella. ¿Por qué nunca se lo dijo? La próxima vez que la viera, juntaría coraje y se lo diría.
La noche era brava. Se tapó prolijamente con todos los cartones, y se durmió.
Entró dulcemente en el sueño. En un bellísimo sueño. Ahí estaba María, hermosa, con un vestido blanco atendiendo a dos niños. Sus hijos, seguro. Otra niña jugaba con Mancha que la tironeaba del vestidito, mientras el Poroto y el Duque miraban atentos para entrar en el juego. Víctor cebaba unos mates. Estaban en el campo. La tibieza del aire, el verde follaje, todo indicaba que el invierno, al fin había pasado. La escena hizo que una sonrisa se dibujase en su rostro.


Los empleados municipales recién pudieron hacer arrancar la camioneta a las tres de la mañana. Todo por un problema con la batería que no se aguantó los seis grados bajo cero que hizo durante la noche. Encima con un viento que parecía la Siberia. En la recorrida, el descanso del viejo Banco Hipotecario, hogar de Raúl, era la parada numero seis.
Lo encontraron quieto, muy quieto, rodeado, por sus fieles amigos, Todos bien arropaditos con las frazadas. Mientras Raúl, dormido para siempre, con una amplia sonrisa, comenzaba su nueva vida, con su entrañable María.


Juan José García Zalazar