jueves, 15 de septiembre de 2011


La loca de los moños


La única construcción más alta del pueblo era la iglesia, llamada pomposamente por sus habitantes “la catedral”. Era un mamotreto de ladrillos y cemento mal proporcionado. Dos gordos campanarios hacían guardia a sus costados. Uno de ello rematado en una cruz de hierro muy oxidada. El otro la había perdido en un temblor de hacía casi veinte años atrás y nunca repuesta a pesar de la innumerables rifas, bailes y ferias de platos que se hicieron para juntar fondos. Ese mismo campanario carecía de campanas. Solo lo atravesaban unos gruesos maderos de algarrobos que servían de atalaya para las cientos de palomas que se empecinaban en cubrirlos con bosta, año tras año. Las dos únicas campanas que asomaban por las ventanuscas de la otra torre, eran tañidas en ocasiones muy especiales. Como cuando murió el prestamista, hombre muy rico de la zona y un verdadero beato, dueño además, de la única joyería del pueblo.La comidilla del lugar decía que prestaba el dinero propio y el del cura Biglietti, hombre que al parecer había echo su fortuna administrando peleas de gallos en el interior de la provincia antes de hacerse cura. El sacerdote había perdido un ojo en una de esas tantas peleas.Allí nació su vocación sacerdotal. Lo tomó como una señal de dios.Las peleas ahora las organizaba su hermano quien le giraba las ganacias.La abúlica vida parroquial transcurría entre las misas dominicales y las partidas de pase inglés que apenas se disimulaban en el Club Parroquial, una casucha lindera a la iglesia. Los habitué, para la procesión anual de la virgen patrona, solían alinearse a lo largo de la vereda en actitud respetuosa aunque no participaban, debido a su categoría de pecadores. Ese día el club permanecía cerrado.
Cuando llegó el cura Biglietti, no lo hizo solo. Lo acompañaba Magdalena. Muy pronto conocida como “la loca de los moños”.La mujer de suaves rasgos aindiados, cuerpo enjuto, vestía una larga pollera que le llegaba a los tobillos, por debajo asomaban unos zapatones negros abotinados.Sobre su vestimenta llevaba, invariablemente, un delantal que variaba de color según el día de la semana. Al igual que los moños que lucía sobre su cabeza.. Estos semejaban una gran mariposa posada sobre su cabello pronta a levantar vuelo. Eran enormes, rígidos, impecables, planchados al almidón. Parecía que si decidían aletear, tranquilamente hubieran elevado a Magdalena por los aires. Los lunes el moño era blanco, el martes celeste, el miércoles lucía un bonito verde turquesa, los jueves amarillo papal y por fin el viernes un rojo furioso que, se me antojaba, tenía un cierto sentido pecaminoso.
Cosa rara, a nadie se le ocurrió pensar en alguna relación íntima entre Magdalena y el cura. Con solo verla se podría asegurar que era virgen. Nadie lo decía pero seguro que se pensaba. Su actividad externa era barrer todas las tardes la vereda del templo. Siempre a las cinco en punto. Incluso en pleno verano cuando el sol calentaba la calle de tierra a casi cincuenta grados y se elevaban columnas de aire tórrido semejando espejismos. Las demás diligencias eran propias, según se sabía, de los cuidados del sacerdote y de la iglesia. Pagaba al carnicero, panadero y verdulero que diariamente se acercaban a la casa parroquial. Casi no les hablaba. La breve conversación solo giraba en torno a los pedidos para el próximo día. Los sábados y domingos no se la veía para nada. Suponíamos que eran sus días de descanso.
La vida de Magdalena perecía bastante gris y despojada de todo interés. Al menos era lo que todos imaginábamos al presenciar su rutina. Pero un día conoció a Toribio. Un borrachín y guitarrero que se ganaba la vida, diríamos la comida, rasgando su guitarra en los numeroso boliches de los alrededores y entonando, a pedido de los feligreses, viejas tonadas cuyanas y alguna que otra zamba. Su arte lo canjeaba por un plato de comida y unos cuantos vasos de vino de damajuana. Debemos decir, a modo de defensa, que era un ferviente católico. Jamás faltaba a misa de diez. Estuviera o no sobrio. Invariablemente se presentaba perfectamente peinado a la gomina. De saco gris y pantalón oscuro, brillante de tanto planchado. Sobre su cabeza lucía un sombrero con cinta negra seguramente heredado de algún pariente. De pronto se lo empezó a ver a plena luz del día, a él que era un habitante de la noche. Esperaba apoyado en un naranjo de la vereda a que Magdalena terminase de barrer y luego la acompañaba hasta el atrio donde se los veía conversar respetuosamente. La ceremonia no duraba más de quince o veinte minutos. Más que suficiente para que todo el pueblo comenzase a hablar del nuevo idilio. Pronto se supo que ambos tenían intenciones de casarse y allí se formaron dos bandos. Los que apoyaban el casamiento y los que decían que era una locura. El mayor argumento de los opositores no era la condición de afecto a las copas de Toribio, sino la supuesta tontees de Magdalena. Temblaban en pensar que algún día quedase embarazada. En el Club Social, único lugar respetable de reunión, se llegaron a dar discusiones de tal calibre que en una oportunidad derivó en una complicada pelea a trompadas y patadas. La solución y aquietamiento de las aguas llegó de mano de la palabra oficial de la Iglesia. El cura Biglietti en la homilía del domingo y a partir de una cita de La Biblia dio a entender, claramente, que apoyaba la unión de los feligreses. Desde ese momento todo el pueblo se encolumnó en pleno apoyo a los novios y no se escatimaron esfuerzos para ayudarlos. Lo primero, para las mujeres, fue preparar la boda. En cambio los varones se la ingeniaron para alquilarles un cuarto con baño y cocina compartida en la pensión de Don Escudero y con la promesa del propietario de avisar por cualquier cosa que hiciese falta. La comisión de apoyo económico al futuro matrimonio la encabezó el farmacéutico. El comisario, lo reemplazaría en caso de ausencia, para evitar la acefalía. Además vigilaría la conducta de Toribio. Los demás notables de la comunidad se apresuraron a compartir el compromiso con, en algunos casos, interesantes sumas de dinero
El día del casamiento se los vio venir a la ceremonia religiosa en un hermoseado coche de plaza que conducía, orondo, Don Félix, decano de los cocheros del lugar. Magdalena lucía un hermoso vestido blanco confeccionado por las hermanas del Socorro Perpetuo. Sobre su cabeza el inefable moño, en este caso de color rosa y un tul que ocultaba su rostro moreno. Se adivinaba el nerviosismo que le producía la presencia de casi todo el pueblo que había venido para no perderse detalle. A su lado Toribio lucía un impecable traje azul marino, un poco grande para su talla, pero que el llevaba con notable elegancia. En la solapa un clavel rojo como marca de distinción. Toribio mostraba su señorío en un gesto mezcla de adustez y complacencia.
Todo salió muy bien. La ceremonia, sencilla y emotiva. Los esponsales a la altura de lo que se esperaba de ellos. Una Magdalena sonriente se descubrió al levantar el novio el tul que velaba su rostro y darse el beso, que un desubicado, pidió a viva voz. Hubo un brindis en la casa parroquial al cual estuvieron invitados la comisión económica y sus esposas, además de algunos notables que por diversos motivos concurrieron solos. Pasados estos momentos memorables todo volvió a la rutina. Toribio también volvió a la rutina. Su única habilidad era la guitarra y cantar. Con eso contaba para subsistir. Todas las noches salía para los boliches a eso de las diez y con la promesa siempre incumplida de no volver después de las cuatro y… sobrio.
La cuestión es que a eso de las cuatro y media, Magdalena, comenzaba una recorrida por los bares donde “actuaba” Toribio. Su figura se hizo costumbre. Ya no llevaba sus espléndidos moños pero su carita no perdía su expresión bondadosa. Aquel mote de “la loca de los moños” se lo había llevado la nueva realidad. Solía asomarse a la puerta de los boliches con una sonrisa ingenua y preguntaba:- ¿no lo han visto a él? Nunca faltaba alguno que dijese, haciéndose el ignorante:-¿y quién es él? Entonces Magdalena contestaba con expresión enamorada:-¡al hombre cantor! Si la respuesta era negativa saludaba y salía con paso lento rumbo al próximo bar.
Toribio nunca fue de jugar a las cartas. No le interesaban o no sabía jugar. Lo suyo era la música y el canto. Tampoco era ya del vino. De a poco y con mucha voluntad lograba no emborracharse. Salvo los sábados en que se daba ese permiso. En la discusión por una diferencia de apuestas él no tuvo ninguna participación. Al menos es lo que decían los defensores de la inocencia de Toribio. El otro bando sospechaba que el músico había intervenido en el juego haciendo señas y delatando las cartas. La noticia, a pesar de la hora-fue a las cuatro y media de la mañana- se supo de inmediato. Quizás porque en el bar se encontraba un locutor de la radio FM de la localidad o sino por esos inexplicables medios invisibles que hacen correr las malas noticias. Toribio fue apuñalado por la espalda y murió después de una corta agonía, tirado entre un revoltijo de sillas y mesas.
Magdalena esa noche se había quedado dormida.
Juan José García Zalazar