domingo, 21 de noviembre de 2010


Verrugas

Sabía que mi tío se estaba muriendo. Me di cuenta cuando mi viejo me dijo: vamos a verlo a tu tío Daniel que está muy jodido. Me lo dijo a mí, solamente. Mamá hacía mucho que no lo visitaba .Desde el momento que se enteró que a los dos meses de enviudar se juntó con “esa mujer”.Así lo decía…”esa mujer”.Mi madre había sido muy amiga de Petrona, la primera esposa.Una santa. Ella sola crió nueve hijos, “porque tu tío lo único que siempre hizo fue trabajar el campo y tomar vino.”
Y…si. Tío Daniel era un grandote colorado, cara redonda, siempre sonriente, tenía pequeñas venitas rojas que le recorrían los cachetes .Sus manos eran impresionantes. Calculo que si se las pesaba, cada una debía tener unos tres kilos. Era un forzudo. En una ocasión lo vi estirar una rienda de cuero crudo, demasiado larga, hasta cortarla. El campo lo trabajaba de sol a sol con sus cuatro hijos varones. Era un referente de la región. Una especie de caudillo. Cuando algo no andaba bien, los vecinos iban a su casa a la tardecita, a consultar. Seguro eran convidados con ese vino rojo y áspero que tomaba y salían con instrucciones precisas de lo que había que hacer. Y eso se hacía. Parece que nunca la erraba.
Cada tanto aparecía por el pueblo. Llegaba a casa, en su sulky impecable y un alazán hermoso, brillante, nervioso. Ambos hacían juego. Cuando mi madre lo oía llegar, saludaba y se iba al fondo del patio. De donde no aparecía hasta sentir que se había ido. Mi viejo, invariablemente, sacaba una botella de vino y dos vasos. Solo eso. A la segunda botella, mi papá apenas si alcanzaba a tomar dos vasos, hacía los aprestos para irse. La salida era todo un espectáculo. No alcanzaba a pisar los estribos que el caballo daba un envión, casi parándose en dos patas, y arrancaba con unos bríos impresionantes. Lo mismo, él le daba un par de azotes con las riendas y a los gritos se despedía de papá. Algunos vecinos, disimuladamente, se demoraban en la vereda para verlo partir. La calle de tierra quedaba envuelta en una nube de polvo ocultando al carruaje .
Ahora estábamos en su casa, la verdadera. Él, al juntarse con “esa mujer” edificó otra más precaria a la entrada del campo. En la casa original vivían los hijos solteros que tampoco nunca aceptaron la presencia de la nueva compañera de su padre.
Ahora, al entrar al dormitorio, lo vi en la cama. Parecía otra persona. Era como que si se hubiera reducido. Su color rojizo había sido reemplazado por un extraño color gris rosáceo. A su lado María” esa mujer” le hacía compañía. Escuché claramente, que mi tío decía: “que oscuro se está poniendo”. La ventana, al poniente, sin cortinas, dejaba entrar los rayos del sol inundando de luz la habitación. María, le mintió. “Si, viejito-siempre le decía viejito-parece que se viene la tormenta.” Mi papá me hizo una seña y salimos. En media hora sentimos los gritos y llantos de María y supimos que tío Daniel ya estaba sujetando las riendas de su alazán por lugares desconocidos.
Entonces se acercaron mis primos. Entraron y se ocuparon de todo lo demás. María se sentó en un banco casero de algarrobo, al lado de la puerta. Era menuda pero nunca la vi más pequeña e insignificante. La escuche decir, casi como en un rezo: y ahora que será de mí…
En esos lugares el velorio se hace al aire libre, si el tiempo lo permite. Solo el difunto permanece adentro, en su cama. Alguien prepara el fuego, a la noche para hacer el asado y calmar el hambre de los vecinos, dispuestos a pasar la noche. Vienen de kilómetros a la redonda. Vienen todos. Hijos y mujeres incluidas. Las madres juntan sillas en improvisadas camas para los más chicos.
Con naturalidad, todos se sientan en un gran círculo. Algunos hablan en voz baja con el que tienen al lado. Nadie llora. El tema siempre es el mismo. La siembra, la lluvia, el rinde del tabaco. Porque todo el mundo sembraba tabaco. Era el oro rubio del momento, desde que una tabacalera instaló un acopio en un pueblo cercano y empezó a regalar las semillas. Habían descubierto que la tierra de esa zona, era ideal para la siembra de la clase “virginia” de tabaco rubio como en los mejores campos norteamericanos.
Me senté al lado de mi papá, en unos tablones. Como ya era mayorcito-doce años-me tenía que comportar como los adultos. No podía irme a dormir. Los ojos me ardían. Varias horas habían pasado desde la muerte del tío y todavía faltaban muchas otras para que amaneciese. La noche de verano era hermosa. Una inmensa luna llena hacía casi innecesarios, los faroles que colgaron de los árboles. La playa del cancheo, similaba el ruedo de una plaza de toros y las visitas, los asistentes a la corrida. Sin toros y sin torero.
Fue entonces que desde mi frente, al otro lado del ruedo, se levantó un viejito que hasta entonces no había visto. Era pequeño, muy bajito, cada paso le demandaba un gran esfuerzo. Como si llevase un peso grande en la espalda. Parecía un desvalido pichón de paloma. Su ropa gris hacía juego con su innecesario sombrero. El único toque de color lo daba un pañuelo rojo tinto que llevaba cuidadosamente anudado al cuello. Apoyaba una mano en un rústico bastón de tintitaco, gastado en la empuñadura. Se demoró un buen rato en llegar. Vino derecho hacia papá. Mi padre, respetuosamente, se paró y algo hablaron a media voz. Supe que le había pedido permiso para hablarme. Se sentó a mi lado. Mi ocasional vecino se levantó para darle lugar. Fue entonces cuando me dijo: “escuche, niño le voy a enseñar como se curan las verrugas de palabra.” Su voz era casi un hilito, tuve que hacer esfuerzos para escucharle. Me dijo: “el día que Ud. decida pasar el poder- así lo nombró - tiene que ser en una noche como esta, de luna llena, en que haya muerto alguien querido. Y hágalo con una persona joven para que pueda curar por mucho tiempo; me dio un poco de miedo. Todo era muy raro. La cercanía de mi papá me tranquilizaba. Agregó que cuando transmitiera lo que me iba a enseñar, en ese mismo momento, perdería el poder. Cuando decía “el poder” cambiaba el tono de voz. Era mas grave, como si su voz no fuera su voz. O me parecía. Algo más quiso decir pero un acceso de tos se lo impidió. Entre sus dedos marchitos sostenía uno de esos cigarros de hoja. Cada vez que pitaba una espesa nube de humo se demoraba ocultándole la cara. Escuché que dijo: tenga cuidado con…y tuvo un acceso de tos que le impidió seguir hablando. Después no dijo mas nada.

El viejito, que después me enteré era un curandero muy respetado en la zona, un curador, como decía la gente, me enseñó lo que tenía que decir para mis adentros. Dijo que no tenía que contárselo a nadie. Era algo relacionado con la religión. Tenía que preguntar al paciente, donde tenía las verrugas, cuantas eran y avisarle que a partir de ese momento no debía mirarlas más. Ignorarlas. Si las miraba se perdía el tratamiento.
Del entierro de mi tío no me acuerdo mucho. Si que fue el primer muerto que vi. No me impresionó, era como si con la muerte hubiera recuperado su aspecto habitual. Parecía dormir.
A la otra noche, recién me acordé del curador y su enseñanza.
En la base de mi dedo pulgar izquierdo tenía una verruga que casi era una agradable compañía. Cuando estaba aburrido, la mordisqueaba. En alguna oportunidad, de puro distraído llegué a hacerla sangrar.Decidí probar conmigo la fórmula aprendida. No sé en que momento desapareció. Me di cuenta que se estaba achicando pero no cuando ya no estuvo más. No la miraba ni por casualidad. No lo consideré un éxito porque era conmigo mismo.
Debía probarla con otra persona. Esa persona resultó ser una chica que trabajaba de manicura. Un amigo, medio en joda, medio en serio, me la presentó. La rubiecita ya no sabía que probar. Su problema era una indisimulable verruga en el dedo pulgar de su mano derecha. En esos años no existían los guantes de látex y no tenía manera de ocultarla. Me dijo que algunas clientas habían dejado de verla. Se había dado cuenta que la protuberancia producía las deserciones. Decidí hacer la cura. La chica me gustó. No la vi nunca más. Al mes de conocerla, se fue a vivir a otra provincia. Mi amigo, pasado casi el año, me contó que le había hablado por teléfono. Le dijo que me agradeciese por la “sanación”.O sea que había resultado cierto.
La última vez que puse en práctica lo aprendido fue a pedido de una amiga que me contó que la profesora del taller de pintura donde iba, tenía un grave problema. Una importante verruga en su párpado izquierdo le estaba impidiendo ver y lo peor es que no podía pintar con la soltura de otrora. El caso se presentaba como problemático ¿Cómo hacer para que no se mirase la callosidad, si justo la tenía en la cara? Lo mismo decidí probar. Pasado un par de meses, la pintora tuvo una notable mejoría. Solo le quedó como recuerdo una pigmentación un tanto más oscura en la zona.

Creo que fue un error no haberle preguntado al curandero que me quiso decir cuando por culpa de la tos dejó de hablar.
Hace una semana que debajo de la uña del pulgar derecho está creciendo una oscura verruga. En la base del otro pulgar es insipiente la presencia de otra callosidad y lo que mas me preocupa es un molesto abultamiento en mi párpado izquierdo. Crece día a día y ya me está impidiendo ver con claridad.

Juan José García Zalazar (2010)

viernes, 24 de septiembre de 2010


La mujer del llanto fácil


Creo que el primero en darse cuenta fue un enfermero del Hospital de Niños el domingo que Alejandrita fue atendida, porque se había tragado una moneda de diez centavos. Le hicieron una radiografía y el médico dijo que no había ningún problema. El objeto se encontraba en el estómago y en el camino establecido por la naturaleza. El facultativo, que por su tonada debe haber sido riojano decretó: “¡mañana lo caga!” No hubo dolor en ningún momento ni sus padres mostraron nerviosismo que hubieran alterado a la niña, sin embargo no había manera que dejase de llorar. Lo hacía con tal voluntad que era el asombro de las otras madres que se encontraban esperando. Fue ese enfermero el primero en sospechar. Ahora recuerdo su cara y su expresión, ¡él lo sabía!
El segundo episodio, se produjo con la caída de su primer diente de leche. Nos enteramos por el escándalo que hizo en el colegio. Llegó a casa acompañada por la portera envuelta su carita en una toalla de mano. Pero no para parar la escasa sangre, sino para enjugar sus lágrimas. Alejandrita lloraba con verdadero entusiasmo. Era una catarata de lágrimas. “Esta es la segunda toallita que empapamos”, dijo alertando la empleada, “y es de la Directora”.
El tercer episodio vino de la mano de su enamoramiento de los quince años. Cualquier chica de su edad hubiera dejado de comer o se pasaría todo el día escribiendo el nombre de su amado en cuanta superficie se encontrase a mano. Pero no fue éste, el caso. Cada vez que se acordaba de su noviecito lloraba desconsoladamente. Incluso estando con él bastaba que el jovencito le dijese alguna palabra de amor, para que rompiese a llorar. La gente que pasaba se daba vuelta y miraba. El muchacho pronto se cansó de tanto papeloneo y disidió emprender otro camino. ¡Para que! Alejandra lloró quince días con solo los intervalos necesarios para dormir y aun dormida, soñaba que estaba llorando.
Luego sobrevino un período de relativa calma, si es que no contamos la semana que lloró cuando se murió su perrito. Esa vez lo interesante fue la cantidad de agua derramada. Su padre temió que se deshidratase, por lo que la obligaba a tomar agua de un envase de gaseosa a razón de medio litro cada dos horas.
El día del Gran Llanto fue cuando le dijeron que estaba embarazada. Comenzó la función “llantística” a las nueve de un día martes y cuentan que duró diez días, con algunos intervalos para comer y dormir. La gente de pueblos vecinos llegaba en camionetas y sulkys a ver a María Magdalena, como la habían empezado a llamar. Su mamá, buena hija de turcos, comenzó a cobrar “a voluntad” la entrada a su casa.
Algunos dicen que con la plata que juntó en esos días cambiaron el auto.

Alejandra decidió estudiar para maestra jardinera. .Quizás no halla sido lo más acertado. Si les leía un cuentito con final triste a los pequeños, irrumpía en un llanto sin consuelo.
La Directora, bastante preocupada, pidió a la docente que se hiciese una revisación médica. Los resultados de los exámenes fueron normales aunque le dieron diez días de carpeta médica. La facultativa logro desentrañar lo que aquel enfermero había intuido muchos años antes.
En el diagnóstico colocó: “la paciente sufre de llanto fácil”. Es de hacer notar que la médica había hecho un posgrado en Alemania, así que sabía de qué hablaba.
Alejandra, al enterarse de cual era su dolencia, se sintió mucho mejor, aunque no pudo aguantar las lágrimas que acudieron en tropel a sus ojos.
Pero esta vez, eran de alivio.

Juan josé García Zalazar

jueves, 19 de agosto de 2010

Nadie sabe nada




Nadie sabe nada. Hablan por hablar. Solo nosotros dos sabemos realmente porque pasó lo que pasó. Ni saben que la Llorona tenía nombre como cualquier cristiano. Se llamaba Ramona.
Yo no se porque, pero que la gente viva en la calle en las grandes ciudades, parece que es normal. Casi como una “nota de color”, como dicen los de la televisión.
Pero que en un pueblo chico pase lo mismo, solo significa que la gente no tiene corazón. Sino la Llorona no tendría que haber estado tirada en la estación del ferrocarril .Muriéndose de calor en el verano. Temblando bajo las chapas heladas en los crueles inviernos como ninguna persona debería temblar. No hacía mal a nadie. De vez en cuando se le daba por ir al centro y sentarse en cuclillas en la puerta del banco .Entonces se ponía a sollozar. Silenciosamente, casi como pidiendo permiso.
El empleado del ferrocarril fue quien nos dijo que lo mejor que podíamos hacer por ella, era comprarle una muñeca. Nos contó que Ramona atesoraba en una caja de cartón, dos bebes de plástico a los que bañaba con infinita ternura todas las tardes. No tenían ropita. Por eso compramos, juntando la plata entre los dos, esa muñeca, primorosamente vestida, con unos hermosos zapatitos blancos y el cabello peinado en dos trenzas. El día que se la dimos, la miró, la abrazó y mientras la acunaba nos miró con esos ojos que jamás podré describir. Al ver los dos caminitos que hicieron las lágrimas al bajar por su rostro, sentimos pena y satisfacción. Supimos que Ramona era feliz.
Ahora solo tengo una gran bronca. Tengo odio y no se a quien. Me gustaría saber quien le robó los muñecos. Quien se los quemó en el basural. Quien fue la bestia que lo hizo. Por eso digo que la gente no sabe nada y que hablan por hablar.
No fue un accidente. La camioneta que la atropelló solo la mató por segunda vez.
Cuando la Llorona cruzó la avenida, hacía rato que estaba muerta.

Juan josé García Zalazar

sábado, 17 de julio de 2010


Solo sabía trabajar

Los Reyes Magos siempre llegaron por mi casa. Cumplíamos con todo lo que había que hacer para que nos dejasen los regalos. Les poníamos de pasto para los camellos, unos miserables ramitos de gramilla y un tarro de veinte litros con agua.
Toda la semana nos portábamos bien. Mi mamá se encargaba de recordarnos que si hacíamos alguna macana los reyes no vendrían. Y yo apostaba fuertemente a que me traerían lo que tenía pensado desde hacía más de un año. Quería una caja que había visto en el almacén de Don Chicho. El taimado comerciante la colocó a la altura de los ojos de los niños. No había modo de no verla. La caja tenía unos veinte soldaditos de plomo, un tanque de guerra, dos jeeps e infinidad de bombas, granadas y pertrechos. Una maravilla para esa etapa bélica de mi niñez.
Escribí la carta con mi mejor letra y sin ningún borrón. Mi papá la echaría en el buzón del correo, en el centro. En el barrio había otro buzón pero era comentario entre mis amigos que se podía extraviar. Por eso lo atormente para que la llevase al Correo Central.
Además, como todos los años, estaba dispuesto a aguantar el sueño para espiarlos y verlos. Sabía el riesgo que corría. Si me veían no vendrían nunca más por mi casa. Eso estaba bien claro. Pensando en eso deje corrida la cortina que da al patio. De ahí los podría mirar sin que me vieran. Ahora se trataba solamente de esperar la llegada de la mañana.
Cuando desperté (¡otra vez me había quedado dormido!) salí presuroso al patio. Lo primero que vi fue el agua derramada y el pasto que no estaba, clara evidencia que los camellos estuvieron allí. Además sentí perfectamente el olor de sus cuerpos. Era un olorcito parecido al de los caballos cuando han transpirado, se veía que recién habían pasado. Sentí una extraña sensación cuando de pronto vi, al lado de mis zapatillas, una bolsita, en vez de la gran caja de cartón.
La tomé, la abrí y dentro encontré seis soldaditos de plomo. Solo seis… Por primera vez en la vida supe lo que era la desilusión.
Los tomé y me fui a sentar en el cordón de la vereda.
En la garganta tenía algo que me apretaba como si hubiera un montón de cosas que quisieran salir de golpe pero no pudieran pasar. Me alivié un poco cuando el llanto, al fin, pudo abrirse camino. La sombra de mi papá me cubrió y cuando preguntó que me pasaba, tuve que decir una mentira. Le dije que un chico se había burlando de mí diciéndome: “¿esa porquería te trajeron?”. Mi viejo me miró, no dijo nada y se fue. Al ratito vi que salía en su bicicleta.
No me acuerdo cuando volvió con la caja, pero si me dijo que los reyes a veces estaban muy apurados y leían mal las cartas, por eso se equivocaban y habían dejado los juguetes en otra casa. Me di cuenta que los había comprado él, pero no quise preguntar de donde había sacado la plata. Mi viejo era uno de los despedidos de la curtiembre y hacía un par de meses que no conseguía trabajo.


Hace un par de años, mientras conversaba con mi hermano mayor, miraba como jugaba distraídamente con su anillo. Lo hacia girar en el dedo y me hizo recordar que mi papá no usaba alianza.Mi mamá sí.
Cuando éramos niños le había preguntado a mi hermanita, que lo sabía todo, porque papá no tenía anillo y me contestó que tenía, pero se lo sacaba porque le molestaba en el trabajo. Se jubiló trabajando en una fábrica de pistones. Su respuesta nunca me conformó del todo.
Esta vez le hice la misma pregunta a mi hermano. Y la respuesta fue distinta. Me dijo que el viejo se lo entregó a un juguetero en prenda cuando éramos niños. Cuando pudo juntar el dinero para rescatarlo, el comerciante ya lo había vendido.
Luego agregó, con un gesto de reproche: “papá nunca fue bueno para los negocios… solo sabía trabajar”.

Nunca me sentí tan bien como después de la trompada que le di. Aún ahora, cada vez que me acuerdo, me felicito. Y se la volvería a dar.


Juan José García Zalazar

Mi tía Esther

Don Juan, terrateniente del lugar, ganadero y dueño de hornos de carbón falleció, inesperadamente, en el año 1929. Dejó a la viuda y sus cuatro hijas en total ignorancia de los negocios que él, personalmente, manejaba. De inmediato una nube de abogados, prestamistas y supuestos acreedores, aparecieron como buitres abalanzándose sobre la fortuna “vacante”.
Se llevaron, ardides mediante, dos tercios de la estancia. La única que les hizo frente fue la tía Esther. Era la mayor y de alguna manera, se había preparando para una ocasión como esta.
Era alta. Caminaba erguida. Desafiante. Su espalda, una tabla. Jamás una risa. Su gesto adusto solo se suavizaba cuando se dirigía a mí. En esa ocasión ensayaba una especie de sonrisa nerviosa. Me hablaba como si yo fuera una persona mayor y solo tenía ocho años. Era mi madrina.

Tía Esther era la encargada de ir al pueblo una vez al mes para comprar las cosas de almacén. El día anterior al viaje se realizaban preparativos de todo tipo. Nada quedaba librado al azar.
El mismo día, Esther y su hermana Florencia se levantaban casi al alba. Y comenzaban a emperifollarse. Se espolvoreaban en la cara un polvillo claro que despedía un profundo aroma a rosas. La noche anterior se colocaban unos ruleros en los extremos de sus cabelleras, de tal modo que al sacarlos les quedaba una especie de salchicha alrededor la cabeza. Se pintaban los labios y con la misma pintura, fabricaban una especie de rubor en los cachetes. Usaban como cejas, unas líneas delgadísimas. No se como las hacían.
Florencia era muy hábil con el telar y la costura en general, por lo que toda la ropa se confeccionaba en la casa. Los modelos los sacaban de revistas de años anteriores. Parecía que solo ellas no se daban cuenta que llevaban la vida de hacía treinta años atrás.
Tía Esther era la única que manejaba dinero de todas las hermanas, porque daba clases de manualidades en un colegio Eso le daba poder. Se hacía lo que ella disponía.
Solo una vez me dejaron acompañarlas a la ciudad a comprar. Y allí vi que tía Esther no compraba, ordenaba. Sacaba una hoja de papel, no preguntaba precios y al dependiente, que parecía acostumbrado, le hablaba con tono enérgico, casi como retándolo. Allí también me enteré que las llamaban “las Niñas Zaldivar”.Eran muy respetadas

Una noche, habrán sido las cuatro de la mañana, me despertó el ruido de corridas, gritos, y un par de estampidos. Me levanté, tomé la linterna y salí al patio . Allí, a la luz de los faroles de kerosén, estaban todas mis tías. En el suelo, arrodillado, un hombre con las manos en la cabeza mirando el piso. Mi tía Esther parada atrás de él apuntándole con un objeto metálico. No se distinguía bien que arma era. A unos pasos un facón de grandes `proporciones, tirado. Se veía que venían corriendo, con linternas, varios hombres de las casas mas cercanas.
El muchachón entre sollozos cada tanto decía: -¡No me mate, solo queríamos llevarnos unos aperos! Y mi Tía que le recriminaba: -¡No te da vergüenza, querer robar a unas pobres mujeres indefensas! ¡Pero no te voy a entregar a la Policía porque sos el hijo de Don Hortensio, que fuera empleado de papá! ¡Él sabrá que hacer con vos!
Llegaron los vecinos y lo ataron. Los otros dos ladrones se fugaron. Para ganar tiempo habían tirado un par de tiros al aire. El que estaba ahí, tuvo la mala suerte de tropezar en la oscuridad, y allí lo agarró mi tía. Quien en las penumbras le apoyó en la espalda una cuchara sopera y le dijo: -¡Si te movés te mato!

En la casa no había armas. Todas se habían vendido para pagar supuestas deudas del abuelo.
Faltaba de todo. Lo único que sobraba, era coraje.


Juan josé García Zalazar

lunes, 21 de junio de 2010


El Colorado Rompecadenas

Se lo veía por los alrededores del mercado de abasto. Al pasar para el colegio nos parábamos a ver su impresionante físico. El colorado tendría un metro noventa de altura y unos brazos tan gruesos como nuestras piernas. Era un bobo gigantesco. Cargaba dos bolsas de papa sobre sus hombros como si fueran dos almohadas de plumas. No se sabía cuántos cajones podía apilar sobre su humanidad. Siempre usaba la misma ropa. Un pantalón negro-grisáceo y una remera mangas largas que se arremangaba en el verano.Los verduleros se aprovechaban de su condición. Lo hacían trabajar por unos pocos pesos.
Los sábados, al cerrar el mercado, preparaban un singular espectáculo. Llevaban al gigantón al patio trasero, le envolvían los brazos con tiras de cadenas de esas que se usan para pasear a los perros y se apostaba para ver cuánto se demoraba en romperlas. El hombre, entonces, abría sus piernas y con un esfuerzo sobrehumano destrozaba los eslabones. Por eso se lo apodaba “el Rompecadenas”
Dormía en el mismo mercado, tirado sobre los restos de un colchón de lana. Con viejos cajones de madera improvisaba fuego para cocinar y darse calor en el invierno.
No se conocía muy bien su origen. Se decía que había llegado con un circo haciendo de monstruo. Algunos memoriosos contaban que aparecía con la cabeza tapada con una tela negra y con un pantaloncito imitación piel de tigre, arrastrando con su pierna una enorme bola de hierro y dando pavorosos rugidos. Un collar de metal le apretaba el cuello y desde allí una gruesa soga lo unía a su supuesto domador. A los pocos días de haberse ido el circo , apareció por el pueblo y un changarín lo llevó al mercado. Desde entonces nunca dejó de tener trabajo.
Un día un viejo acoplado se rompió y allí quedó. El dueño calculó que le salía mas barato dejarlo que arreglarlo. Ese fue el nuevo hogar del colorado Rompecadenas.
Al poco tiempo se convirtió en lugar de entretenimiento de los muchachones del pueblo. A la nochecita concurrían en patota a ver cómo, por unos pocos billetes, se masturbaba. Lo hacía con la concentración propia del deportista de alto rendimiento. Se levantaban apuestas para ver cuántas eyaculaciones lograba y en cuánto tiempo. Tenía un récord de nueve en dos horas y media. Comprobadas. Algunos hinchas fanáticos juraban que había logrado un total de doce en escasas dos horas. Nadie les creía, porque en realidad no eran testigos confiables.
El colorado lo único que exigía era tomar una coca cola cada media hora. Para él era un potente afrodisíaco. El espectáculo terminaba cuando se declaraba cansado y pedía los cinco sánguches de milanesa que invariablemente engullía al final.
Esta costumbre se terminó una noche cuando llegó la patrulla y detuvo al pobre por exhibiciones obscenas. Los espectadores recibieron una patada y la orden de que se fueran a sus casas. Desde ese día el Rompecadenas se quedó a vivir en la comisaría. Dormía en un calabozo. Se ocupaba de limpiar el edificio y cebarle mate al oficial de guardia, amén de lustrar las botas de cuanto milico se lo pedía. Algunos de los conocidos ladrones del pueblo se quejaban ante el Juez de que los policías lo usaban para que les pegase, en busca de información. El magistrado no les hacía caso. Daba por sentado que se trataba de una mentira más de los delincuentes.
Hasta que uno de ellos apareció ahorcado, colgado de las rejas El caso se caratuló de suicidio y no hubiera pasado a mayores si no fuera porque un médico forense descubrió que el preso había muerto por un derrame interno. En la autopsia encontró que tenía grandes hematomas simétricos a ambos costados del cuerpo y seis costillas fracturadas... Alguien con una descomunal fuerza le había propinado una tremenda paliza terminando con la vida del preso, dándole un formidable abrazo de oso. La deducción fue lineal, el autor tenía que ser el Rompecadenas.
En el juicio, por esas ironías del destino, se lo condenó a cadena perpetua. A los policías que estuvieron de guardia se los culpó de negligencia. Como el delito era excarcelable quedaron en libertad. Cuentan que el colorado sonreía bobaliconamente, contento al saber que en el pueblo no había cárcel y que podía seguir viviendo en el calabozo. El abogado defensor de oficio le explicó que todo había salido bien. Por eso se lo premiaba.

Rompecadenas murió al año siguiente de un balazo en la cabeza. Un agente le había prestado la pistola, supuestamente descargada, para que se entretuviese y se dejara de joder preguntando pavadas.
El Intendente donó un cajón para el entierro, de tan mala calidad que al bajarlo se desfondó. Nadie se preocupó. Ahí nomás lo envolvieron con una frazada y lo taparon con tierra.


Juan José García Zalazar

miércoles, 9 de junio de 2010

El colcón



El Colcón

Cuéntanos un cuento- dijeron los niños- alrededor del hogar. Un cuento que nos dé miedo, pero mucho miedo.
A mi juego me llamaron, pensó el abuelo, viendo en el viejo reloj que casi eran las once de la noche y sus nietos como si nada. Ni pizca de sueño.
Les voy a contar la historia del Colcón -dijo el viejo.
“Es un gran pájaro que vive en las montañas de aquí cerca. Sus alas de punta a punta miden unos cuatro metros. Solo vuela en la noche y en total silencio. Es todo negro y se aparece cuando uno menos lo espera.”
Para que les siga contando el cuento es necesario que salgamos al patio, a la oscuridad. Cada uno traiga su silla.-dijo el abuelo mientras sacaba la suya.
Una vez todos instalados en esta nueva escenografía-los niños se habían sentado todos muy juntitos- el nono continuó.
“El Colcón cuando no tiene pichones se alimenta como cualquier otro pájaro.Come semillas, frutas, lombrices. Todo cambia cuando termina de empollar y nacen los colconcitos. Suelen ser dos, a lo más, tres”.
Aquí el abuelo hizo una pausa y le pidió a su nieto mas inquieto, que le tuviese el reloj de pulsera, para estar más cómodo.
Y luego continuó: “el caso es que cuando nacen los pichones, solo se alimentan de ojos de niños de hasta ocho años. Entonces el padre Colcón sale de noche a buscar alimento. Siempre lo hace después de las once de la noche. Prefiere arrancar los ojos de los niños que se resisten a dormir, porque son los que mejor gusto tienen.Y además si sus hijitos siguen con hambre, se dan una vuelta y les quita las lenguas a las niñitas parlanchinas, que no dejan dormir a sus hermanos”
Dicho esto preguntó la hora al nieto que le tenía el reloj y el único que quedaba., firmemente prendido a sus pantalones. No contestó nada. Temblaba como una hoja.
No se desprendió de la pierna del abuelo hasta no entrar en su camita.



Juan josé García Zalazar

viernes, 7 de mayo de 2010

El botón amarillo





I

Este invierno promete ser uno de los más fríos de los últimos años.El viento helado se cuela por la puerta de hierro del calabozo. Y eso que le he puesto, por debajo, diarios enrollados. La ventanita la cerré prolijamente con un pedazo de cartón, la macana es que no entra casi nada de luz. La lámpara está encendida todo el día. Tengo que cuidarla porque cuando se queme no podré reemplazarla. Se la cambié al gringo de la 17 por un paquete de cigarrillos casi enterito. De abrigo no estoy tan mal.Tengo dos camisetas de frisa, un pulóver y este saco de corderoy. El pobre hace esfuerzos todavía para abrigarme. Menos mal que conseguí un botón más o menos grande para cosérselo, sino hubiera tenido que usarlo abierto en la panza y, como viene la mano, no sería lo más recomendable. No sé por qué siempre siento más frío en el estómago que en cualquier otro lado. Lolita siempre me cargaba cuando yo le decía que a las mujeres parece que sólo les hace frío en la cola y ella me decía “peor es que te haga frío en la panza, vos no podés apoyarla en ningún lado, yo en cambio la pongo cerca de la estufa y listo.”
Es un botón con personalidad. Amarillo, medio transparente y con dos agujeritos que me miran fijamente. Podría decirse que es bastante serio pero con cierta indulgencia en el mirar. No hace juego con los otros, marrones, insulsos, de cuatro agujeritos. Simples botones comunes. De ellos no me haría amigo ni por casualidad.Como no soy amigo de la mayoría de los presos. Es cierto que todos nos necesitamos. Más en esta cárcel del fin del mundo. Pero una cosa es ser compañeros y otra ser amigos.
Cuando nos llevan a talar madera para las estufas del comedor, nos cagamos de frío en las vagonetas y, aunque van despacio, la brisa nos corta la cara como delgadas agujas de hielo. Pero sentimos que de algún modo estamos libres.Yo me preparo momentos antes de subir. Me cierro el saco, abrocho el botón amarillo, me subo las solapas y me ajusto el trapo de lana que uso como bufanda. Me imagino entonces que nos vamos al campo con mi papá en la vieja Estanciera que tenía. A él le gustaba llevarme a cazar liebres. Siempre íbamos en Semana Santa, cuando se tomaba unos días de descanso. Parece que hubieran pasado mil años desde entonces. Y pensar que sólo voy a cumplir los veintiocho dentro de un mes. Desde que hice la macana, siento que he envejecido cincuenta años. Todos aquí somos viejos y es raro el que tenga más de treinta.
Estoy pensando que de toda la ropa que tengo, el saco es en realidad el que mejor está. Cuando salga se lo voy a dar a las monjas que vienen los sábados a visitarnos. Ellas cuentan que afuera la gente la está pasando muy mal. Parece que hay otra de esas crisis que cada tanto se dan. A alguno le va a venir muy bien para proteger el cuerpo. Las monjas nos traen chocolate que los niños de sus colegios donan. Suelen estar agrios pero los comemos con verdadero deleite. Más de una vez hemos sufrido fuertes patadas al hígado, pero… quién nos quita lo bailado. La comida de acá son guisos. Algunas veces de arroz y otra de fideos, según dicen los cocineros. Pero todo tiene el mismo sabor.




II

Siempre nos toca a las novicias tener que seleccionar y lavar la ropa que nos mandan de la cárcel. El Director se da ínfulas de benefactor trayendo esos trapos que la más de las veces ni para basura sirve. Sé que no debo pensar así porque cometo el pecado de soberbia, pero si hasta la Madre Superiora comenta que no hay cómo sacarle un centavo al funcionario. Con traernos estos paquetes cree que lava su conciencia de los atropellos que reciben los presos. Si Dios toma esto como un mal pensamiento seguro que me perdonará. No es mi intención ofenderlo.

O las necesidades son muy grandes o el que cosió este botón no tiene ni idea del buen gusto. ¡Un saco marrón con botones marrones y un botón amarillo en el medio! El botón solo, así aislado, no es feo. Lo voy a sacar y coseré en su lugar otro más apropiado. El amarillo lo voy a guardar. Me va a servir para cerrar la cartuchera de jean que cosí. Voy a bordarle a las orillas guardas rectangulares con hilo amarillo. Así hará juego.
La cartucherita la tengo llena de lápices. De niña me gustaba dibujar y desde entonces y cada vez que puedo, trazo algunas líneas aunque más no sea por darme el gusto. Aquí son pocas las cosas que no escapan a la disciplina. Los momentos libres son cada vez más escasos. La vida afuera está llena de tentaciones. No tendría tranquilidad para dibujar. La Madre vio algunos de los bosquejos y me felicitó porque estoy ilustrando escenas de La Biblia. No me animé a decirle que también me gustaría hacer otros con acciones más mundanas. Tengo hermosos recuerdos de mi vida en casa antes de que Dios me llamase a su servicio.Tendría que decirle, porque soy muy tonta y a lo mejor hago dibujos que puedan ser pecaminosos. Ella me va a orientar.
Tengo en mente hacer una colección de los juegos que inventábamos en las tardes calurosas. Nos divertíamos como nunca. El tiempo en esa época era más lento. El día se demoraba en terminar. Nos molestaba que llegara la noche. Queríamos dormir ligerito para levantarnos y seguir jugando. Voy a hacer algunos bosquejos, a tomar coraje y a mostrárselos. Es tan seria que por momentos hasta le tengo un poco de temor. En realidad temo su severidad. Ella tiene buen ojo para ver cuando estamos por cometer un error y toma las medidas necesarias para evitar que se ofenda al Señor.


Nunca pensé que se pondría tan mal. Me dijo que mis dibujos eran germen del pecado. Que los bañándonos en el río semidesnudos, eran los peores de todos. No eran costumbres propias de un hogar cristiano. Era evidente que habíamos sido descuidados en nuestra formación. Pero que todavía estaba a tiempo de corregirme. Que rompiera los dibujos y que no tocase los lápices hasta que no limpiase mi corazón de toda imperfección.
En el verano vendrá mi sobrina de Córdoba, a ella le regalaré la cartuchera y los lápices. No tengo ganas de seguir dibujando.

III


Cuando me recibí, mi intención era hacer clínica. Tener un consultorio y recibir pacientes particulares. La realidad me demostró que era una fantasía, nomás. De todos los compañeros de Psicología, solamente dos han podido cumplir con el deseo. Ni hablemos de los que no están haciendo nada para lo que nos preparamos. Yo al menos estoy en lo mío.
Apenas me enteré de la pasantía en el “Neuro”, me presenté. Me sirvió de mucho la práctica en un dispensario. Según el Director, ese antecedente lo decidió a darme la oportunidad. Ya van para tres años que estoy aquí. Y todavía sigo aprendiendo de mis pacientes.
Hoy no tengo que atender pero me preocupa el anciano que han internado hace quince días. Según la ficha lo encontraron deambulando en cercanías de la Terminal de Ómnibus en total estado de abandono. La policía lo llevó al San Roque y los médicos de ahí dijeron que, salvo el estado de desnutrición que tenía, no había motivos para que estuviese internado. No sé por qué vericueto administrativo llegó aquí. El siquiatra de guardia lo diagnosticó así: ¿esquizofrenia con delirios místicos? Así, entre signos de interrogación.
Me hice cargo de la atención de Aucaman por propia voluntad. El hombre es menudo y con una gran barba blanca que le llega hasta el pecho. El cabello largo lo lleva sujeto con una bonita vincha a guardas.Toda su figura me hace acordar a esos santulones de la India que se ven en los documentales. En la primera entrevista traté de no fijar mi vista en él para que no se sintiese intimidado pero era muy fuerte la atracción de su mirada. Sus ojos negros reflejaban la dulzura de sus palabras. Cuando pregunté de dónde venía me dijo “del sur”.Y pensé, erróneamente, que era del sur de la provincia. ¿De cerca de Río Cuarto? pregunté.”No del sur de en serio”, me contestó. Y como para mitigar su respuesta añadió: “de Neuquén, de la cordillera.”
Aucaman me contó que su nombre significa “cóndor libre”.Vivía en una comunidad pegada a Los Andes, que era chamán y que intentó llegar a Jujuy donde vive una de sus hijas. Le robaron todo lo que tenía cuando se durmió en el ómnibus, por lo que tuvo que bajarse. Que era la primera vez que viajaba porque un espíritu de la montaña le había indicado que su hija lo necesitaba. Dijo que cuando la policía lo interrogó contó esto y por eso lo trajeron al hospital. Lo mismo le había ocurrido con el médico de guardia que lo recibió. Me preguntó: ¿Cuándo volveré a ser libre? La pregunta me dolió. Tuve que contarle la verdad. “Aucaman, cuando alguien venga a buscarte”. No me animé a decirle que las asistentes sociales no habían dado con su hija.
No fue difícil establecer una excelente empatía. El hombre se abrió con naturalidad, y a mí me atrapó su personalidad. Contó que era el responsable de la salud de su gente. Me dijo que los árboles, montañas, los ríos, los animales, el viento, eran sus parientes. Sólo había que estar alerta para oír a la naturaleza y serle obediente. Allí estaba el remedio a los dolores del hombre.

Ayer le llevé una cartuchera con lápices que encontré en la calle, cerca de la plaza de Gral. Paz. Me acordé que preguntándole a Aucaman qué le gustaba hacer dijo: dibujar. La pregunta no fue inocente. Me preocupa verlo tan triste, sin hacer nada.
En cuanto la vio, sus ojos se iluminaron. Le encantó el detalle de un botón amarillo que tiene. Me dijo: “es parecido al ojo de un cóndor.” Por primera vez lo vi contento. Después con mucha delicadeza se puso en la tarea de descoserlo, mientras murmuraba algunas palabras en su idioma. No lo quise interrumpir. Evidentemente el acto era trascendente. Luego, dijo “cuando el ojo halle una pareja de enamorados ese día seré nuevamente libre” Después lo guardó en el bolsillo. No entendí que había querido decir.
Al comentarle el caso a mi compañera, fue sin decir palabra hasta la mesa donde dibuja y volvió con un rollo de papeles, fibrones y una caja con témperas. “Tomá, dáselo cuando lo veas, le van a servir más que los lápices”. La miré cuando se alejaba y nuevamente pensé, “qué bueno haberla encontrado…”

Hoy Aucaman murió. Lo encontró el enfermero en su ronda matutina. Su cuerpecito casi no abultaba bajo las sábanas. Vi, en su cara, tranquilidad. Se diría que estaba soñando algo bonito. Me acerqué a la caja de cartón donde habían guardado sus cosas personales. Junto a las alpargatas, un pantalón y la camisa, estaban la vincha, la cartuchera y un paquetito con las témperas y los fibrones.

Al botón, no lo encontré por ningún lado.


Juan José García Zalazar

lunes, 26 de abril de 2010

El acompañante


El acompañante.


En varias leguas a la redonda de la Estancia Santa Rita, se sabía que no eran épocas de andar hasta muy tarde. Ni mucho menos alejarse de las casas. En toda la comarca la noticia hacía rato que se conocía. Todos hablaban de lo que estaba pasando. Lo hacían en voz baja y con cierto temor. Aunque, la peonada no podía disimular ante el capataz, cierto regocijo.
Lo que se decía era que por el valle del Conlara se había visto a Mate Cocido. Reconocido bandido y por cierto muy temido y también admirado. La chusma, como solía decir mi abuela, lo reverenciaba. Era su costumbre asaltar, robar y repartir parte del botín entre el pobrerío y si había resistencia, no dudaba en descerrajarle un tiro al asaltado.
Los dueños de los campos al solo escuchar su nombre, se llevaban la mano a la rastra verificando tener el chumbo y de paso mostrar, por las dudas, que estaban dispuestos a defender sus bienes. El miedo era evidente. A Mate Cocido, según los hacendados, había que matarlo donde se lo encontrase.

El capataz maldecía mientras recorría la distancia que le quedaba hasta el pueblo.
¡Justo ahora se tenían que quedar sin kerosén...! La culpa la tenía el boyerito nuevo, encargado de que no faltase. El pobre no sabía calcular bien y los grandes tachos estaban vacíos.
La tardecita anunciaba la llegada de la noche. Tendría el tiempo justo para llegar hasta el almacén del gringo Pollini y pegar la vuelta. Había atado al sulky un alazán que era una luz. Por eso lo eligió. No le causaba ninguna gracia salir a esa hora. Poco le importaba lo que los peones estarían diciendo con relación a su escaso coraje. Pero le daba un poco de rabia. Cuando pidió un voluntario para ir al pueblo, todos se hicieron los tontos.
Mate Cocido según la gente, era alto, de pocas carnes, ojos zarcos, un poco encorvado y manco. La mano derecha se la había cortado él mismo para zafar de los grilletes que el ejército le puso para llevarlo como “voluntario” a la guerra contra el indio. Se escapó a la noche, no sin antes degollar al milico que estaba de guardia y quiso pararlo. Dicen que allí comenzó su rebeldía. A los dieciséis años.

El gaucho que esperaba a la orilla del camino era alto y flaco. Le hacía señas de que parase. El capataz, pensó en lo peor. Pero paró. Pudo más el temor.
-¿Va para el pueblo, no?-le dijo el inesperado acompañante mientras le extendía, a modo de saludo, la mano izquierda y ponía su pie en el estribo. Ni se molestó en preguntar si lo llevaba. Decididamente se sentó en el pescante.
-Mucho gusto-contestó Don Gervasio con un hilo de voz. Cuando pudo dominar sus nervios y aparentando tranquilidad le preguntó:
-¿Está trabajando por estos lados?
-No, de paso nomás-contestó el hombre. Luego calló.
El capataz arriesgándose un poco más, le comentó:
-Ud. sabe que tiene suerte de encontrarme, porque a esta hora ya nadie sale al camino. Dicen que Mate Cocido anda por estos pagos. En cuanto terminó de decir la frase se dio cuanto que había metido la pata. Ya era tarde para arrepentirse. El hombre fijó sus oscuros ojos azules en los del conductor y pausadamente le dijo:
-Ud. no se haga problema, que si está conmigo, nada le va a pasar.
Gervasio sintió una rara sensación, mezcla de temor y también de alivio. Estaba seguro que viajaba en compañía del asesino mas buscado por la policía. Nunca supo muy bien porque, pero lo que dijo después, durante mucho tiempo lo hizo sentir culpable.
Le dijo, como avisando:-Solo tengo unos pocos pesos para el kerosén. Tendría que haber traído más, para comprar algo de yerba y harina.
El desconocido le clavó una dura mirada y lentamente llevó su mano en dirección al facón que asomaba en su cintura. El corazón del capataz se detuvo. Hasta aquí llegué, pensó. ¿Por qué no me habré callado? Entonces vio que el hombre sacaba un puñado de billetes del bolsillo y sé los ofrecía.
-Aquí tiene, no se quede con las ganas y tómese unas copas a mi salud. Y pare, que aquí me bajo-ordenó con gesto hosco.
Se apeó y desapareció entre los altos churquis de la orilla del camino.
Don Gervasio asegura que al ratito sintió un tropel que se internaba en el campo. Varios hombres lo estaban esperando en el monte.

Los billetes nunca los gastó. Los tiene en una cajita de madera que pasará, seguramente, de hijos a nietos. Dice que desde entonces le traen suerte.
Y así debe ser, porque al día siguiente, la noticia corrió con la velocidad del rayo, la estancia lindera, la de Don Tomás, fue tomada por asalto por un grupo de gauchos, quienes además de llevarse todo lo de valor, no vacilaron en degollar la caballada, para que no se armase una partida que saliera en su persecución.

Don Tomás, casi tiene el mismo fin. Mate Cocido paró en el último instante, la puñalada de unos de sus subordinados, enojado con el estanciero porque se resistía a entregarle la rica rastra de monedas de plata.

Juan José García Zalazar

lunes, 12 de abril de 2010

Desición



Jamás quise ser artista. Sufro como nunca cuando tengo que salir al escenario. Te mentí durante quince años. Te he sentido siempre como un carcelero a pesar de que te presentes como mi ángel protector.
Cada vez que piso las tablas con mis pies, dejo un poco de mi vida. No me produce ningún placer. Miro al público e imagino que todos son felices. Vienen a ver lo que les gusta. Me miro y veo lo que no quiero ver. Hoy no me gustó mi actuación. Mi actuación en la obra y en la vida. Hoy dejo de ser artista y quiero que vos seas el primero en saberlo.
Siempre me tocó hacer los papeles más difíciles y lo hacía con agrado. Pero todo se fue haciendo cada vez más complicado. Más aún cuando estaba irremediablemente solo. Ninguna ayuda de tu parte fue posible. Lo que construimos juntos, tuvo un solo motor, mi esfuerzo. Debo reconocer que me faltó valor para revertir el proceso. Siempre tuve una excusa a mano.
.
El sufrimiento y la pena me han invadido. El momento ha llegado nuevamente. Esta vez no lo desperdiciaré. Dejaré la actuación.
Creo, que en realidad, esta decisión ya la habías tomado vos. Y no es que yo deje todo, sino que vos hacés que yo deje todo.
Pero querido amigo, aún tengo un recurso y todavía me queda algo de valor. No te la llevaras tan liviana. Hoy dejo de actuar. ¿Así lo querías, verdad?
Pero te llevaré conmigo. Esto que guardo en mi bolsillo no es de utilería. Esa la dejé hoy en el vestuario. Esta tiene dos balas y espero ser tan certero, como certera fue tu decisión de apoderarte de mí.

Juan josé García Zalazar



Breve historia del “ratón” Gómez (empleado municipal)


Una esquina era la terminal de colectivos en el pueblo. Recién veinte años más tarde se construyó un edificio destinado a ese fin. En ella había un importante comedor. El de Don Tito y su mujer. Los ómnibus salían de allí a otras poblaciones del oeste cordobés. Las veredas estaban hechas de pedazos de piedra laja. Las juntas entre ellas, tenían profundos huecos de tanto en tanto. Eran las cuevas de los ratones que por allí pululaban.
Para muchos serranos llegar hasta la ciudad, era un acontecimiento. Se instalaban en el bar de Don Tito (que nunca cerraba) por un par de días con sus noches. Ocupaban una mesa y se emborrachaban mansamente. Solo se levantaban para ir a orinar. Las jaulas con las gallinas y las bolsas con cabritos recibían las mínimas atenciones. Un poco de maíz y agua. Conversaban todo el tiempo. Cada tanto con gritos y carcajadas celebraban algún encuentro. O guardaban silencio con tristeza. Uno entonces pensaba, que se acordaban de algún amigo muerto.
Esta bucólica vida se veía empañada por la insolencia de las ratas. Cada vez eran más. Al principio se las veía salir de noche. Más tarde, a pleno día, con sus gordos cuerpos encorvados. Cuando lo viajeros se descuidaban, alguna intrépida subía a los bultos, husmeando, en busca de comida. El grito de las mujeres producía la rápida huída, pero por poco tiempo. Al rato aparecían, nuevamente, olfateando el aire.
Gómez era el empleado municipal que tenía a cargo la “terminal”. Su impresionante gorra gris con visera negra, y una chapa de bronce que lucía en el pecho, lo investían de autoridad. A él acudían los que tenían algún problema. Entonces sacaba una enorme libreta de tapas marrones y procedía a “labrar el acta” según decía. Nunca dijo que pasaba después, pero la gente descontaba, que por lo menos el Intendente, seguro, se enteraba. La queja adquiría, entonces, rango institucional. La seriedad de Gomez y sus inquisitivas preguntas, garantizaban que se hacía lo que correspondía.
Pero el problema de las ratas no se solucionaba con “levantar el acta “.No alcanzaba.
Una noche un parroquiano, fue mordido en un dedo del pie, que asomaba elegantemente de su alpargata, por una enorme rata gris. El hombre saltaba y pateaba al aire con el ratón prendido a su falange. Luego se sumó otro caso por demás desagradable. La mujer de Don Tito nunca fue muy higiénica y no disponía de mucho menaje, pero dentro de la escasez imperante, se las arreglaba para dar de comer.
El caso es que, se encontró dentro de un plato de locro, entremezclada con los pedazos de carne, una cría de rata. El hombre se dio cuenta cuando no lograba desmenuzar en su boca, este rebelde trozo y lo sacó para cortarlo con el cuchillo. La Municipalidad tomó cartas en el asunto. Se decidió ahogarlas en sus madrigueras. El operativo estuvo a cargo de Don Gómez. Un viernes a la tardecita llegó el camión regador con sus mangueras y una cuadrilla de peones. Si intentaban escapar serían muertas a palazo limpio por los fornidos muchachos municipales. Llegaron, sacaron el mate y las “rasquetitas”, en espera de órdenes superiores. Gómez no había arribado aún. Se rumoreaba que llegaría acompañado por el Intendente y el Secretario de Obras Públicas. Las elecciones serían pronto y el Lord Mayor quería dar muestras de buena administración. Estaba en juego su reelección.
El auto oficial frenó frente al camión. El Intendente se bajó de inmediato, se quitó el saco y tomó un pedazo de hierro macizo de un metro de largo. Mirando de reojo a los numerosos vecinos adoptó posición napoleónica y dio la orden precisa.- ¡Vos Gómez quedate a mi izquierda, Negro, vos a mi derecha!- y luego levantando la voz gritó:-¡Échenles agua a esas mierdas!
Alrededor de las cuevas, apostados con gran nerviosismo, esperaban los empleados. Los músculos tensos y la vista clavada en los agujeros. A la media hora salió la primera. Su cabeza mojada fue destrozada por el certero palazo. Al poco tiempo decenas de ellas salían por todos lados. Las que lograban escapar de los palos, sucumbían en las fauces de los perros que se habían sumado a la algarabía general. De donde no salía ninguna, era de la cueva que vigilaba el Intendente y sus amigos. Allí la tensión aumentaba segundo a segundo. El fotógrafo que,”casualmente” pasaba por allí, se aprestaba sacar la foto que inmortalizaría la acción de gobierno, en el diario Nuevos Rumbos. Al fin, un borboteo, indicó la inminente aparición del roedor. Salió de golpe y escapó a gran velocidad corrido por el Intendente y Gómez. En un momento dado, paró y los enfrentó. Allí el político aprovechó para tirarle un potentísimo “fierrazo”, con tan mala suerte que se le atravesó un perro y le desvió el golpe a la “canilla” de Don Gómez. Se la quebró en dos partes.
En el Hospital, el practicante de guardia hizo lo que pudo. La intervención, le dejó tres centímetros mas corta una pierna que la otra. Por eso al municipal se lo debería haber apodado “el rengo” Gómez. Sin embargo por ese incidente en la batalla contra las ratas, a este hombre digno y generoso, se lo llamó desde entonces “el ratón Gómez”, y a sus hijos, los “ratoncitos Gómez”.

El Intendente fue reelecto con más del sesenta por ciento de los votos. A los meses ya se candidateaba para Senador.


Juan José García Zalazar

jueves, 25 de marzo de 2010



Otoño


En tus ojos tristes, la melancolía
En tus manos, la placidez
En tu andar cancino, la quietud

En tus gestos, la espera
En tu sonrisa, la calma
En tus abrazos, la calidez

¿Entiendes entonces, mujer,
porque otoño hoy te llame?

Juan José García Zalazar (21/03/10)

martes, 23 de marzo de 2010


El hallazgo


El camionero avisó al puesto de Gendarmería de Los Penitentes a las cuatro de la mañana. El frío arreciaba y la nieve no dejaba de caer. Quizás por eso, los gendarmes se demoraron un poco en trasladarse a ver las huellas, de lo que parecía ser un desbarrancamiento a unos siete kilómetros hacía abajo.
Al llegar, el Sargento Guzmán se bajó, miró la densa niebla, puteó al gobierno, que nunca les mandaba las linternas rompe-nieblas y busco las sogas de la caja de la camioneta.
Llamó al aspirante Rodríguez, y entre ambos empezaron la maniobra para descender a la profundidad del precipicio.-Tené cuidado, Rodríguez, a ver si todavía te tengo que pagar como bueno.- le advirtió el Sargento, mientras él mismo patinaba en la greda húmeda de la montaña.
Con mucho esfuerzo bajaron. Era un R-12 rojo. El primero en llegar, fue el aspirante que le gritó a su robusto superior:
-¡No hay nadie mi Sargento!, ¿pero sabe qué? ¡El baúl esta soldado!
-¡Carajo!-dijo Guzmán- voy a tener que ir al puesto a buscar la amoladora. Vos quedate acá, que en hora y media estoy de vuelta. ¡Ya vengo!-gritó, y se fue.
A la media hora, el novato aspirante, pensó que tenía que hacer algo para combatir el frío y el aburrimiento. La soldadura no parecía tan fuerte y piedras lajas había por todos lados. Agarró una bastante afilada y empezó a pegarle en uno de los puntos soldados. El primero le costó. El segundo no tanto, y calculó que con su bayoneta podía hacer palanca.Así lo hizo.
La puerta del baúl se abrió apenas unos centímetros y por allí miró. Veía un cuerpo. No se movía. Estaba de espaldas, todo vestido de negro.
Le habló. El silencio fue la única respuesta. Insistió. Nada. Entonces pensó en lo peor.
Necesitaba más luz. Tomó otra piedra y siguió golpeando la soldadura. Para colmo esta era una costura mucho más gruesa. En efecto la piedra pronto se desgranó.
Buscó en los alrededores una de cuarzo, más dura, y siguió pegándole. La soldadura cedió, y pudo ver algo más. El cuerpo tenía las manos atadas con alambre de púas. Finos hilos de sangre se habían deslizado sobre su piel trigueña.
El Aspirante José Rodríguez, a los de diecisiete años, sintió una sensación en el estómago que nunca antes había experimentado. Respiró hondo. Miró a sus espaldas. La neblina ocultaba el entorno. El silencio, era abrumador.
“Porque no me habré ido con el sargento”, pensó.Pero estaba en el baile y tenía que bailar. Juntó coraje, y siguió golpeando. El rítmico golpeteo se confundía con los latidos de su corazón.
De golpe, con un brusco movimiento, el baúl se abrió.
El cadáver llevaba una sotana. El bisoño gendarme se dio cuenta de que sus piernas le temblaban y tenía la boca seca.
El sacerdote, en posición fetal, le daba la espalda. Tendría que darlo vuelta él solo.
Con mucho cuidado, lo tomó de un hombro y una cadera, y lo giró. Parecía un maniquí.El curita no tendría más de treinta años y su cara estaba desfigurada por una tremenda costura de gruesas puntadas que le cerraban la boca.
-¡Dios mío, que mierda es esto! –dijo el Aspirante, y retrocedió unos pasos, con la mirada fija en ese rostro.- ¿Y ahora que hago?
Permaneció unos segundos sin moverse, observando aquello, en silencio casi religioso. Luego, se acercó lentamente. Entonces se dio cuenta de que el sacerdote tenía la boca abultada. Habían puesto algo dentro de ella.En eso sintió el ruido de la camioneta del destacamento que llegaba, y un rato mas tarde los resoplidos del Sargento descendiendo.-Che, no te me habrás muerto de frío ¿no? Te traigo café, bien calientito.- le oyó gritar.
Un cuarto de hora mas tarde, el Sargento estaba anoticiado de todo y tan asustado como su joven camarada. El aspirante insistía:
-Fíjese mi Sargento que tiene la boca abultada, adentro tiene algo. ¿Qué será?
-Mirá, pibe, ese no es problema nuestro. Lo llevamos al destacamento y avisamos a Mendoza. De él se encargará el médico forense.- dijo el suboficial disimulando su confusión.
Y fue lo que hicieron.


Juan José García Zalazar

Raúl




Su mundo se reducía a las cuatro manzanas alrededor de la Iglesia de Santo Domingo. La familia, eran sus tres perros. Los cuidaba como si fueran sus hijos. Y ellos lo cuidaban a él. Porque dormir en el rellano de un viejo edificio en las noches de invierno, con la ciudad casi desierta era muy peligroso.
Raúl, el ciruja, siempre estaba de buen humor. Tenía un par de fieles amigos, con los que se daban una mano. A veces le ayudaba a Víctor, que juntaba botellas en un carrito. Víctor decía, deliraba, que era un empresario. Que tenía muchísimo dinero en un banco, pero que prefería empezar desde abajo, en este emprendimiento del vidrio, como hizo Rockefeller. A Víctor cada tanto lo invadía la tristeza. En esos momentos su amigo Raúl aparecía, con su compañía y sus palabras.
Y después estaba la María. ”La mujer más hermosa de la Tierra y sus alrededores”, como gritaban a coro Raúl y Víctor cuando la veían.
La María les contestaba: -¡Ahí están los dos más locos de Córdoba. Un día de estos me la creo y no les doy mas bola!-mientras sonreía mostrando sus tres dientes de abajo y los dos de arriba. Ella no dormía en la calle. Tenía una hermana. Pero si vivía en la calle.” Es mi forma de ser libre, decía.”
Cuando alguno de sus amigos se enfermaba, la María se las arreglaba para conseguir las muestras médicas. La María era “de fierro”. Aunque siempre le criticaba a Raúl la compañía de sus amados canes:-Te van a llenar de pulgas. Te van a contagiar la sarna. Y algún día te van a morder”- le decía. Raúl se indignaba. Le quería hacer entender que no era así. Que eran nobles, los encargados de que nada le pasase, que eran sus ángeles de la guarda. María no entendía. O no quería entender.
Llegó junio y empezó a bajar la temperatura. El año pasado la Municipalidad les había repartido frazadas a la gente que vivía en la calle. Este año seguro que harían lo mismo.
Una noche pasaron los empleados municipales. Le dejaron tres frazadas y comentaron que se anunciaba un invierno crudo. Le dijeron que para julio lo mejor sería que durmiese en el Refugio Nocturno. Ellos pasarían todas las noches para llevarlo, si quería. Raúl preguntó si lo dejaban entrar con sus perros. Le dijeron que no. Y entonces, como era de esperar, declaró:
-¡Si ellos no entran, yo tampoco! Las primeras noches de frío fueron aguantables. Sus animalitos se acostaron a su alrededor, y con unos cuantos cartones y las frazadas no la pasaron tan mal.

Hoy había estado frío todo el día. Por eso se sentía melancólico. Estuvo pensando en la María. Llevaba semanas sin verla. Se acordaba de lo mucho que habían conversado, como se habían entendido. ¿Qué hubiera sido de él, solía pensar, si la hubiera conocido antes? La primera vez que la vio se sintió impactado, le gustó su simpatía, su risa fácil...
Ya estaba oscureciendo, y se estaba levantando viento. Los perros se acurrucaban alrededor de él. A lo mejor podrían salir de la calle juntos, sin perder la libertad.
Había caído la noche.

En una de esas, suerte mediante, podrían haber tenido una familia. La María, según comentarios, supo trabajar en un hospital. Se decía que era médica. El nunca le preguntó. En el código de la calle lo que no se cuenta, no se pregunta.
El frío estaba apretando. Mejor abrigaba bien a los perritos.
Sentía un gran cariño por ella. ¿Por qué nunca se lo dijo? La próxima vez que la viera, juntaría coraje y se lo diría.
La noche era brava. Se tapó prolijamente con todos los cartones, y se durmió.
Entró dulcemente en el sueño. En un bellísimo sueño. Ahí estaba María, hermosa, con un vestido blanco atendiendo a dos niños. Sus hijos, seguro. Otra niña jugaba con Mancha que la tironeaba del vestidito, mientras el Poroto y el Duque miraban atentos para entrar en el juego. Víctor cebaba unos mates. Estaban en el campo. La tibieza del aire, el verde follaje, todo indicaba que el invierno, al fin había pasado. La escena hizo que una sonrisa se dibujase en su rostro.


Los empleados municipales recién pudieron hacer arrancar la camioneta a las tres de la mañana. Todo por un problema con la batería que no se aguantó los seis grados bajo cero que hizo durante la noche. Encima con un viento que parecía la Siberia. En la recorrida, el descanso del viejo Banco Hipotecario, hogar de Raúl, era la parada numero seis.
Lo encontraron quieto, muy quieto, rodeado, por sus fieles amigos, Todos bien arropaditos con las frazadas. Mientras Raúl, dormido para siempre, con una amplia sonrisa, comenzaba su nueva vida, con su entrañable María.


Juan José García Zalazar

domingo, 28 de febrero de 2010

Pequeña historia de amor

La clase en el secundario se desarrollaba como siempre, tediosa, eterna.
El profesor de historia comentaba que el General San Martín, jamás se apropió de los bienes de los españoles vencidos, porque creía que no era un botín del que había que apoderarse. Fue entonces cuando uno de los alumnos aprovechó, para decir con esa crueldad de adolescente: “¡Como los botines de Gutiérrez!” y la carcajada fue general.
Gutiérrez era uno de nuestros compañeros del nacional, estudioso y responsable. Su padre, por esas cuestiones burocráticas, no lograba que le pagasen la jubilación y a su edad nadie le daba trabajo como la gente. En su casa no había un peso para nada, menos para comprar zapatos. Por eso Gutiérrez iba al colegio con un par de botines de su papá y era notable que le quedaban grandes. No había manera de disimularlo. Todos los demás usában mocasines. Gutiérrez nunca antes se había sentido tan herido. Pero lo que realmente le dolió, era que la burla la hubiese escuchado una de sus compañeras, Cecilia. Desde que la vio se enamoró perdidamente. Bastaba que mirase para su lado para que sintiera vergüenza. Era demasiado linda.
Cecilia una sola vez le habló. Lo hizo con tanta dulzura que ya nunca mas se pudo olvidar de ella. Y eso que solo le preguntó una duda que tenía en matemáticas. Esperaba que no se hubiera dado cuenta del temblor de su voz cuando le contestó. La timidez siempre lo traicionaba
Por eso se la juró al burlista. Lo esperaría a la salida y lo retaría a pelear en el baldío de la vuelta. La macana que su compañero y ahora odiado rival, era como veinte centímetros mas alto y con un físico de una persona totalmente desarrollada. Jugaba al rugby en el único club del pueblo. Pero si algo le sobraba a Gutiérrez era orgullo y una clara inclinación al suicidio.
En el último recreo le dijo que lo esperaba en el campito y que no le dejaría un diente sano. La risotada de Moreno, que así se llamaba el rugbier, preludió la contestación: “Dale, que hoy tengo que hacer un poco de ejercicio”
La noticia corrió por todo el colegio en pocos minutos. En la puerta una verdadera muchedumbre rodeo a los contendientes que se encaminaron al campo del honor.
Gutiérrez tenía mucho miedo, solo la bronca lo empujaba. De ella sacaba el coraje para no dar la vuelta y salir corriendo. Además, estaba Cecilia. Se sentía un gladiador y tenía la secreta esperanza de poder ganarle a esa masa de músculos y que ella al enterarse, se fijase en él.
La primera trompada de Moreno, en realidad fue a traición, ya que Gutiérrez ni en guardia se había puesto. Aunque de poco le hubiera valido. Trastabilló pero no se cayó. La segunda que le pegó lo dejó medio desorientado, pero tampoco se cayó. Alcanzó a largar un puñetazo que se perdió en el vacío y recibió otro en plena nariz. La sangre caliente corría hacia su boca, la sintió salada. La vista no le obedecía bien. La figura del gigantón se ponía cada vez más borrosa. El próximo golpe fue en el mentón. Le pareció que un caballo lo había pateado. Cayó. El par de zapatazos en las costillas casi no los sintió. El suelo era blando, los sonidos sordos, los brazos no le obedecían y parecían de manteca. No le servían para pararse. Todos a su alrededor se reían y de a poco se iban yendo. Y él allí, tirado, solo, y más herido que nunca.
Una mano le tomó la cabeza y la apoyó sobre algo blanco. Parecía un guardapolvo. Era suave y tibio. Lentamente se dio cuenta que estaba apoyado sobre una falda y que un pañuelo, amorosamente, le limpiaba la cara. Y comenzó a dudar si se encontraba en la tierra o en el cielo, porque su mirada, aun nublada, le dejo ver la carita de Cecilia.
Y ella estaba llorando.


Juan José García Zalazar (2007)

domingo, 21 de febrero de 2010

El Camaleón



El Camaleón

Esta especie de camaleón es bastante rara. Solo al tío Alfredo se le podría haber ocurrido traérmelo de regalo. Pero ya estaba en casa y mamá tuvo que aceptarlo.Compramos una pecera. Desde allí nos miraba.Era de un color verde bastante apagado.
El primer cambio lo vimos cuando murió el canario. Ese día su color cambió .Se lo veía violáceo. El cambio no pasó desapercibido para nadie. Menos para mí, que el día anterior me había dado cuenta que su coloración mutaba ante cualquier acontecimiento no esperado.

En el trabajo de papá había problemas en aquel año de dos mil uno. Poco a poco las fábricas se iban cerrando y dejando a la gente en la calle. La crisis no parecía tener fin. Las discusiones en casa eran cada vez mas frecuentes. Entonces mi mascota, poniéndose amarillo con veinticuatro horas de anticipación, me avisaba de alguna especialmente violenta. Si esto ocurría, me quedaba a dormir en casa de algún amigo.
Normalmente, papá, era un tipo tranquilo. Ahora empezaba a llegar cada vez mas tarde y en ocasiones creo que venía medio borracho. Parecía otro hombre. Mi madre, antes alegre y dicharachera, solo atinaba a servirle la comida y callar.

Una tarde el camaleón se torno de un color rojizo. No supe como interpretarlo. Al otro día, a las doce, llegó papá, abatido. Todo en él era tristeza. Nunca lo había visto así. Traía un telegrama en su mano. Era el tan temido despido. Mamá no estaba, había salido a hacer las compras. Papá salió y me dijo: “Me voy al sindicato”
Esa noche, ya muy tarde, me despertaron las voces que llegaban de la cocina. Era papá que decía: “en el gremio me dijeron que solo me queda hacerles juicio, pero va a demorar por lo menos cinco años. ¿Quien me va a dar trabajo con la edad que tengo...”Mamá trataba de consolarlo. Al rato creí escuchar sollozos. Papá lloraba. Al final el sueño pudo más y me dormí.

A medianoche desperté. Fui a la cocina a tomar agua. Pasé frente a la pecera. Mi animalito, no sabía de que color ponerse: rojo, violeta, amarillo, nuevamente rojo. Me miraba fijamente. ¿Estaría enfermo? Lo único que faltaba. O como era su costumbre, a lo mejor quería avisarme algo.
La respuesta la tuve con las primeras horas de la mañana, cuando el grito de la vecina nos anotició, del suicido de papá.

Juan josé García Zalazar

sábado, 9 de enero de 2010

ANGELES


Ángeles

Los ángeles no existen. Al menos no como los pintan los curas. Pero como me gustaría que existieran. Para tener una última esperanza, cuando todo haya fallado.
Pensaba en ángeles en la calurosa tarde correntina porque los acababa de ver en las ruinas de un templo jesuita. Los aborígenes los tallaron en la roja piedra y en un último gesto de rebeldía, les habían dibujado los ojos achinados. Como los de ellos y los míos. Imagino que los religiosos habrían depositado en los escultores toda su confianza. Ese fue su error. Allí quedarían por siglos esos ojos que ahora miraban sin expresión.

La chiquilla descalza llevaba sobre su cabeza una gran cesta de mimbre tapada con una servilleta blanca. Algo vendía. Se acercó y me dijo: “¿chipás calientes, señor”?
Tomé una y sentí que estaba apenas tibia. ¿Y cuanto cuestan?
-Setenta y cinco centavos cada una.
-Pero están frías, le reclamé.
-Mi mami esta haciendo otras, mas calientitas. Si me espera le traigo las nuevas.
No alcancé a contestarle. Como un gorrión salió a los saltitos rumbo a un rancho que desde allí se veía. La pollera de un color amarronado como el piso, le llegaba a los tobillos. Le quedaba bastante grande. La blusa, alguna vez blanca, tenía las huellas del uso intenso.
No se porque decidí acercarme. Me llamó la atención que ningún perro, de esos que por allí se crían para cuidar la casa, me saliese al encuentro. Se veía a un costado un cerco de palos con algunas ovejas y un par de corderos. Un poco mas atrás los restos de lo que fuera un gallinero. Un caballo dormido de tan aburrido descansaba sobre tres patas, la cuarta simulaba estar en punta de pie. Se podían contar sus costillas.
Golpeé las manos y el trozo de frazada que oficiaba de puerta se levantó, dejando ver a una niña de unos trece años. Sus bellos ojos guaraníes me miraron en silencio, como preguntando.
¿No está tu mamá? Quisiera hablar con ella-le dije sintiéndome como un tonto.
-Nosotros no tenemos mamá- me contestó.
-¡Pero si recién tu hermanita me dijo que estaba amasando chipás!
-Ellos me dicen mamá porque soy la más grande. Mi mami murió hace dos años y mi papá se fue a trabajar lejos y nunca volvió.
-Pero como… ¿viven solos, quien los cuida?-pregunté disimulando mi sorpresa.
-No necesitamos que nos cuiden, nadie nos puede hacer nada –dijo con seguridad.
Me pareció que me miraba con lástima.
Empezaron a aparecer a su lado, los hermanitos. Unos niños de cabellos renegridos y grandes ojos rasgados. Todos descalzos.
-¿Pero que hacen si hay algún peligro, si alguien viene a robarles?
-Entonces señor, nos vamos al patio de atrás de la casa y allí estamos a salvo.
No entendí. Pero el modo en que me lo dijo no me permitía volver a preguntar sin pasar por lelo. ¿Que diferencia podía haber entre el frente de la casa y la parte de atrás? Todo estaba rodeado de campo abierto.
-En realidad quiero comprar unas docenas de chipás para llevar-dije justificando mi presencia.
-Esperemé un rato que ya termino de amasar – y con un gesto me invitó a pasar al costado de la casa donde el cañadizo daba sombra a una rústica mesa de timbó. En una batea se veía la masa. El horno a leña estaba listo para cocinar la mezcolanza.
Había llovido durante toda la semana por lo que el piso de tierra era un verdadero barrial. Los botines pesaban una enormidad por el barro pegado, sin embargo los niños que iban delante no dejaban huellas. Los niños pisaban y no dejaban huellas… Esto no puede ser, me dije. Solo quedaban las marcas de mis zapatones.
-Siéntese, el horno ya esta caliente, en veinte minutos estarán listas.
Mi vista descansaba mirando el verdor de los alrededores. Estaba dispuesto a esperar horas si hiciera falta .La paz estaba en este lugar .El calor y el ruido de las chicharras me adormecían, el único movimiento importante era un arreo de vacas que avanzaba cansinamente por el camino al costado de la casa. Los arrieros cada tanto pegaban un grito desganado: ¡vaaaca…vaaaca! Más por costumbre que por necesidad.
Al frente avanzaba un gran toro negro de varios cientos de kilos con una cornamenta impresionante y el único que se mantenía altivo. Su postura desafiante era realzada por la mirada dura de sus ojazos. Pensé que cuando pasara a mi altura solo nos separaría un endeble cerco de ramas espinosas. A mi lado, tres de los hermanitos mas pequeños se entretenían jugando con unas latitas vacías, ajenos al espectáculo que representaba esa masa de animales sudorosos, envueltos en una nube de tierra.
Fue entonces cuando el enorme animal que encabezaba el grupo dio un violento salto y encaró la enramada. Su mirada rojiza se clavó en la mía .Su bocaza entreabierta dejaba caer ríos de baba espumosa. Mis ojos no podían apartarse de la monstruosa cabeza que agachada apuntaba el par de afilados cuernos a mi cuerpo. Volteó el cerco como si fuera de paja y de golpe se paró a escasos metros. Podía sentir el calor húmedo del aire que salía con fuerza de sus pulmones. El tufo animal de su sudor llegó claramente a mi nariz. Giró la testa, miró a los niños que lentamente se levantaban paralizados por el miedo y allí pareció elegirlos como blanco para su ataque. En ese instante pensé que la bestia estaba por vengarse de tanto maltrato, pero lo iba a hacer, con quienes menos lo merecían. No atiné a nada, la presencia tan cercana de semejante mole me impedía moverme. Todo, por un brevísimo instante, quedo congelado Allí escuché el desesperado grito de la niña-mamá y no lo entendí: ¡Al cielo chicos, al cielo! Entonces vi como los tres niños, dando un brinco, se elevaban sobre el animal. Sus piecesitos descalzos, sucios de barro, quedaron suspendidos varios metros arriba .La bestia se irguió todo lo que pudo he intentó pararse en dos patas, tratando de alcanzar a sus presas. Solo logró hacer retumbar la tierra al caer pesadamente sobre sus patas. Inclinando la cabeza los miraba con rabia, luego se acordó de mí, me miró con ojos inexpresivos y arrancó en una embestida imparable contra mi persona. Cerré los ojos y pensé: “hasta aquí llegué”. De golpe, me pareció que estaba volando o algo parecido porque no sentía mi propio peso. Recuerdo que dije: ¡Esto debe ser el comienzo de la muerte…! Cuando los abrí, vi el techo del rancho unos ocho metros abajo, el toro burlado, caracoleaba furioso. Sentí mi mano derecha tomada fuertemente por la niña mayor. De la otra me sostenía el más grande de los hermanitos. Los dos me miraban -¿Vio que nadie nos podía hacer nada?-dijo la niña.
Abajo los arrieros le tiraban un par de lazos al toro y comenzaban a sacarlo. No parecían extrañados de vernos suspendidos en el aire. Solo uno nos miraba con desgano
-Mañana tendré que arreglar el portillo- dijo la niña distraídamente. Cuando bajemos, le termino de cocinar los chipás para que lleve a su pueblo.
Van a ser las mejores que haya comido en su vida-agregó.



Juan José García Zalazar