sábado, 14 de diciembre de 2013







Los Gallos de Don Pedro

Que Don Pedro tenía una obsesión, no era secreto para nadie. Los gallos de riña. En su casa podía faltar la comida pero nada faltarle a sus animalitos. Pedro Díaz, jubilado municipal, rengueaba de la pierna izquierda. Recuerdo de su actividad como chofer y de un desbarrancamiento  que casi le cuesta la vida. En esa ocasión se rumoreaba que había tomado un poco de más. Cuando lo sacaron de la cabina del camión, lo primero que encontraron en el saco, fue su inseparable petaca. Reforzaba su mezquina jubilación organizando peleas de gallo. En el patio de la casa se alineaban las jaulas. Una al lado de otra, en tres niveles. Todas  hechas con cajones de madera. Los domingos a la siesta, aparecían hombres sospechosos y tocaban el timbre. La puerta se entreabría y desde adentro, algo se les preguntaba. Recién entonces se les permitía entrar. Había que protegerse de la policía. En el barrio de amplias casas con patios y frutales, era común intercambiarse las  frutas. Mis naranjas por tus limones. Y así. Natural era que los chicos pidiéramos a las señoras algún damasco o durazno. Teníamos penado ir a lo de Don Pedro. No nos decían porque.
El de la idea fue Hugo. Huguito.
Piru, Don Sosa se fue al campo ¿y si saltamos la tapia y vamos a ver los gallos? La propuesta de Huguito fue irresistible. Al primero que vimos era el que se llamaba Juan Domingo. Lo sabíamos porque el almacenero siempre decía que ese gallo había ganado todas las peleas hasta que perdió un ojo. Con un solo ojo pudo ganar otras cuatro peleas más. Era un colorado con algunas plumas grises y une inútil ojo celeste. Recorrimos todas las jaulas. No podíamos ver las que se encontraban atrás. Estaba oscuro. Hicimos unos rollitos con papel de diarios e improvisamos  pequeñas antorchas. Las metimos entre las jaulas y pudimos ver que atrás estaban los polluelos. El ruido de la puerta al abrirse hizo que saliéramos escapando y en segundos estuvimos a salvo. Nos fuimos a la esquina a jugar hasta que nos llamaron a comer.
A la hora, nomas, los gritos de los vecinos y mi papá que salía corriendo con un balde de agua, anunció  lo que pasaba. De la casa de Don Pedro salía un humo espeso. Unos vecinos tironeaban las mangueras tratando que llegaran. La puerta de entrada estaba tirada en el suelo. Pude ver como unos gallos semiquemados daban vueltas sin rumbo. Otros totalmente negros, no habían sobrevivido. El acre olor a plumas quemadas saturaba el aire. Esa noche, mi papá dijo que Don Pedro sacrificó a los heridos que no iban a vivir. Para no desaprovecharlos los repartió entre los vecinos. Sacó un paquete de diario y lo tiró sobre la mesa. El papel se abrió y la fina cabeza de Juan Domingo cayó bamboleándose cerca de mi cara. Me miraba inexpresivamente. Con un ojo celeste y el otro cerrado.

Esa noche no quise comer.                                                                             
                                                                                                                               

 Juan José García Zalazar