Los Gallos de Don Pedro
Que Don Pedro
tenía una obsesión, no era secreto para nadie. Los gallos de riña. En su casa
podía faltar la comida pero nada faltarle a sus animalitos. Pedro Díaz,
jubilado municipal, rengueaba de la pierna izquierda. Recuerdo de su actividad
como chofer y de un desbarrancamiento
que casi le cuesta la vida. En esa ocasión se rumoreaba que había tomado
un poco de más. Cuando lo sacaron de la cabina del camión, lo primero que
encontraron en el saco, fue su inseparable petaca. Reforzaba su mezquina jubilación
organizando peleas de gallo. En el patio de la casa se alineaban las jaulas.
Una al lado de otra, en tres niveles. Todas hechas con cajones de madera. Los domingos a
la siesta, aparecían hombres sospechosos y tocaban el timbre. La puerta se
entreabría y desde adentro, algo se les preguntaba. Recién entonces se les
permitía entrar. Había que protegerse de la policía. En el barrio de amplias
casas con patios y frutales, era común intercambiarse las frutas. Mis naranjas por tus limones. Y así.
Natural era que los chicos pidiéramos a las señoras algún damasco o durazno. Teníamos
penado ir a lo de Don Pedro. No nos decían porque.
El de la idea fue
Hugo. Huguito.
Piru, Don Sosa se fue al
campo ¿y si saltamos la tapia y vamos a ver los gallos? La propuesta de Huguito
fue irresistible. Al primero que vimos era el que se llamaba Juan Domingo. Lo
sabíamos porque el almacenero siempre decía que ese gallo había ganado todas
las peleas hasta que perdió un ojo. Con un solo ojo pudo ganar otras cuatro
peleas más. Era un colorado con algunas plumas grises y une inútil ojo celeste.
Recorrimos todas las jaulas. No podíamos ver las que se encontraban atrás.
Estaba oscuro. Hicimos unos rollitos con papel de diarios e improvisamos pequeñas antorchas. Las metimos entre las
jaulas y pudimos ver que atrás estaban los polluelos. El ruido de la puerta al
abrirse hizo que saliéramos escapando y en segundos estuvimos a salvo. Nos
fuimos a la esquina a jugar hasta que nos llamaron a comer.
A la hora, nomas,
los gritos de los vecinos y mi papá que salía corriendo con un balde de agua,
anunció lo que pasaba. De la casa de Don
Pedro salía un humo espeso. Unos vecinos tironeaban las mangueras tratando que llegaran.
La puerta de entrada estaba tirada en el suelo. Pude ver como unos gallos
semiquemados daban vueltas sin rumbo. Otros totalmente negros, no habían sobrevivido.
El acre olor a plumas quemadas saturaba el aire. Esa noche, mi papá dijo que
Don Pedro sacrificó a los heridos que no iban a vivir. Para no desaprovecharlos
los repartió entre los vecinos. Sacó un paquete de diario y lo tiró sobre la
mesa. El papel se abrió y la fina cabeza de Juan Domingo cayó bamboleándose
cerca de mi cara. Me miraba inexpresivamente. Con un ojo celeste y el otro
cerrado.
Esa noche no quise comer.