viernes, 30 de noviembre de 2012


                      






                                  La diesel

Las cinco de la mañana y ya todo el pueblo está levantado. El sol todavía no ha salido. Algunos gallos  están despiertos, desconcertados y sin animarse a cantar. No entienden que está pasando. Por las ventanas de las cocinas se filtran las amarillentas luces de las lamparitas. Se adivina que la gente está desayunando, el aire se siente perfumado por el humo de las estufas a leña. El cruel frío sureño todo lo envuelve. Esta vez su socio, el viento, no lo acompaña. Quizás ha optado por tomarse un respiro y dejar que la gente, al menos una vez, no tiemble  apenas dejen el cobijo de las casas.
El pueblito, serán una treintena de casas, se desparrama alrededor de la estación del ferrocarril como si temiesen alejarse de ella. Da la impresión de haber sido  parido  a partir de la casa del jefe de la estación, por lejos la construcción más importante. Esta vez y a pesar de la hora todas las luces del andén están prendidas e incluso algunas lámparas quemadas, han sido recientemente reemplazadas por flamantes focos de neón.
La noticia llegó hace un mes. Las viejas locomotoras a vapor ya no correrían más por el ramal que pasa frente al caserío. Se dice que a las seis de la mañana pasará la primera máquina diesel.  Que son mucho más potentes, rápidas, enormes. Un prodigio de la ingeniería, algo nunca visto. En el periódico del pueblo  vecino salió un artículo donde un periodista que había podido presenciar la tremenda máquina en la capital, recomendaba no concurrir con niños o personas cardíacas al paso del tren. Incluso aseveraba que personas de edad avanzada se descompusieron no pudiendo aguantar la impresión al ver a  semejante engendro.
Francisco, mi padre, descreído anarquista, apenas leyó el artículo tiró el diario y me dijo: ¡nosotros vamos a ir! Estos cagatintas capitalistas se oponen a que la gente pueda ver los prodigios  que el pueblo trabajador y sus ingenieros pueden hacer en bien de la humanidad. Y usted tiene edad para ver con sus propios ojos esta maravilla.
Cuando lo comenté en la escuela me enteré que mis compañeros también iban a ir y de las discusiones que sus padres habían tenido por el suceso que se acercaba. Parecía que las madres se oponían en bloque por el riesgo que  podíamos correr. Los padres parecían que también se habían puesto de acuerdo para  llevarnos. La rebelión paterna  quedó zanjada en un acuerdo no escrito. Las niñas no irían. En el acuerdo mi papá no contaba. Nosotros iríamos todos. Mi mamá, yo y mis dos hermanas.
Fuimos de los primeros en llegar. Bien abrigados y todavía con el gusto en la boca del mate cocido muy azucarado que mamá nos hacía. También estaba el intendente con su hijo y un compañero de papá, acompañado de su mujer y los mellizos. Mamá y las chicas se guarecieron en el salón de espera. Nosotros nos quedamos en el andén. Mi papá se puso a conversar con su amigo. Ambos estaban de acuerdo que el tren no pararía en el pueblo y acordaba que estaba bien porque una formación ferroviaria de tal categoría solo era digna de las grandes ciudades. Mi padre le comentaba a su compañero que le hubiese gustado que su hermano hubiera podido ver  la máquina que pronto llegaría. Le decía que no lo veía desde que llegaron de Polonia a Buenos Aires. De esto hacían como quince años. Su hermano era técnico mecánico y de haber estado no se lo hubiera perdido. Que las cartas que le había enviado volvían con un sello que decía: “destinatario desconocido”
En eso estaban cuando de pronto, como a una legua, donde las vías hacían una curva, apareció una luz potentísima en la negrura de la noche. Me pareció que el sol salía a  ras de la tierra. Casi al mismo tiempo el suelo empezó a temblar, cada vez con mayor intensidad.  La luz avanzaba  rápida.  Instintivamente nos corrimos unos pasos hacia atrás. La luminosidad empezaba  a subir  medida que se acercaba. Pronto llegó a nuestros oídos un raro bramido que crecía en fuerza segundo a segundo. Yo temía que esa cosa se nos viniera encima. Sentí como la mano de papá me apretaba y me di cuenta que la boca se me había secado. Alcancé a ver como se iluminaba su rostro y la rara expresión  de sus ojos. La locomotora era ahora, una gran mole negra y amenazaba llevarse todo por delante. Pensé en un segundo en mis hermanitas, no las veía en el andén. Nosotros, sin querer, ya estábamos pegados a la pared, como dando espacio al paso del monstruo que llegaba. Parecía que iba disminuyendo la terrible velocidad que traía. Alcancé a oír que el compañero de papá decía: ¡parece que va a parar!  Un aire  caliente y oloroso a petróleo entró por mi nariz al mismo tiempo que un agradable calor me llegaba a las mejillas. Ya la diesel pasaba lentamente mientras un fuerte chirrido metálico daba cuenta de que se detenía. Recién ahí me fije que todo el pueblo llenaba el andén.
Por las iluminadas ventanillas se veían las caras de gentes extrañas. Solo una puerta se abrió en el segundo vagón. Bajó un hombre, alto como mi padre. Traía un par de valijones. Se detuvo dubitativo, observando a su alrededor como buscando a alguien. Mi padre, absorto mirando la locomotora, le daba la espalda. El hombre se acercó a uno de los vecinos, le habló y vi que le indicaba con su brazo extendido en nuestra dirección. El viajero pareció apurar el paso, acercándose. Con dudas tocó el hombro de papá y con voz temblorosa preguntó: ¿Francisco…? Papá se dio vuelta, miró al extraño a los  ojos  y luego, dudando un instante,  exclamó: ¡José…! Fue ahí cuando me soltó la mano, abrazó a mi tío y pude sentir el temblor de los cuerpos de los dos hombres  estrechándose en un abrazo  que parecía no tener fin.
Cercana, la oscura locomotora ya no me parecía tan amenazadora.

Juan José García Zalazar

lunes, 27 de febrero de 2012


Un vale por cien bananas.

Mi rodilla derecha siempre me recuerda que he sido niño. La miro. Me mira .Tiene cara de no decir nada. La cicatriz que esta allí es raramente, recta. Como si algún arquitecto hubiera trazado la primera línea de un edificio. Parece el inicio de algo .Se distingue del resto de la piel por su color mas claro. La pierna se muestra morena. Tiene siete centímetros de largo. Uno por cada año del niño que era entonces. La herida que la produjo fue importante, tan importante como el miedo que sentí.

El aire fresco que venía de la playa, nos daba en la cara al grupo de chiquillos que buscábamos que hacer, para burlar el tedio de las vacaciones.
El pueblo, minúsculo, levantado entre los médanos y el mar, tenía una sola verdulería .Nos habíamos dado cuenta, que el fletero que traía verdura de las quintas cercanas, se bajaba y se ponía a charlar con la agraciada dueña del lugar .El destartalado camión permanecía abandonado por lo menos veinte minutos. Parecía que descansaba. Su dueño lo cargaba sin misericordia. Una montaña de cajones en equilibrio precario, se elevaba por sobre la cabina y amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. De lo costados, había colocado unos fierros doblados en la punta, a modo de afilados ganchos, de donde colgaban unos impresionantes cachos de bananas. En casa nunca compraban. Eran caras. Los rubios racimos prometían sabores inigualables. La tentación me inició en el camino del delito. Decidí robar.
La primera vez el trabajo en equipo superó todas las expectativas. Oscar en su papel de campana, estratégicamente apostado a la sombra de un eucalipto, dominaba los probables movimientos del enemigo. Ricardo se colocaba a un costado listo para recibir el botín. Su altura le permitía ver las señas de peligro que le hiciera Oscar. Los demás formaban un compacto pelotón dispuesto a entorpecer el paso del proveedor, si éramos descubiertos. El robo, todo un éxito, fue repartido en partes iguales, pese a mis protestas. Yo exigía un par de bananas más por correr el mayor peligro.
La segunda vez, fue igual a la primera en cuanto al temor, los nervios y el corazón que amenazaba con escapárseme del pecho. Esta vez, desplegado todo el aparato de apoyo, subí por la compuerta trasera. El viejo camión estaba cargado como nunca .Tuve que caminar entre una pila de cajones con lechuga y bolsas con cebollas. Desde allí, el suelo se veía muy lejano. Transpirando a raudales, hacía esfuerzos por descolgar un racimo, cuando Oscar haciendo alarde de su pésimo humor, gritó “¡ahí viene el viejo!” Me vi volando por encima de la mercadería en una fuga desesperada. Allí la mala suerte se acordó de mí. Uno de mis pies pegó con la baranda y en la caída mi rodilla derecha se clavó en uno de los ganchos.
Quede colgando cabeza abajo. Debo parecer uno de esos pollos carneados que el carnicero cuelga sobre el mostrador.
El mundo al revés es muy curioso. Veo las copas de los árboles, no sabía que estaban tan juntas. Forman una especie de techo. Al camión deberían darle una buena capa de pintura. Desde aquí parece más ruinoso todavía.

Siento una especie de minúsculo temblor al irse, lentamente, desgarrando la carne por mi peso. Hasta me parece oír un leve ruido al paso del fierro en su camino hacia el hueso. Es raro pero no siento dolor. Lo único molesto son los gritos de mis amigos. Alguien, un grande, me toma de los hombros y cuidadosamente me levanta quitándome el peso. Otro, no le veo la cara, maniobra con mi pierna. El griterío es general. Una mano con una rejilla, olorosa a lavandina, me limpia la cara. De golpe, me siento libre. El camionero me lleva en brazos a la carrera, rumbo a casa, creo. Trato de tener la cabeza un poco más rígida pero los largos trancos del hombre hace que la bambolee. Lo miro. Esta asustado y un par de lágrimas le brillan en los ojos. A su lado alguien corre sosteniéndome la pierna mientras dice “¡no tengas miedo, no pasa nada!”Y su cara, dice lo contrario. La sangre me empapó el pantaloncito y la remera. Con el tiempo es lo único que me recriminó mi mamá. Eran épocas muy duras y la sangre no sale.

No sé que pasó después. Habrá habido un hospital, médicos y vendajes. No lo recuerdo. Lo único que me queda es esta cicatriz y ahora un pedazo de papel que encontré hace poco en la abandonada casa paterna. En un cajón de la mesa de la cocina estaba ese pedazo mal recortado de papel de envolver. Todavía se puede leer escrito con lápiz negro y letra infantil:”Vale por cien bananas” y mas abajo, a modo de firma, “Antonio”. Así se llamaba el camionero.

Al papel se lo tiene que haber dado a mi mamá.

Juan José García Zalazar