viernes, 7 de mayo de 2010

El botón amarillo





I

Este invierno promete ser uno de los más fríos de los últimos años.El viento helado se cuela por la puerta de hierro del calabozo. Y eso que le he puesto, por debajo, diarios enrollados. La ventanita la cerré prolijamente con un pedazo de cartón, la macana es que no entra casi nada de luz. La lámpara está encendida todo el día. Tengo que cuidarla porque cuando se queme no podré reemplazarla. Se la cambié al gringo de la 17 por un paquete de cigarrillos casi enterito. De abrigo no estoy tan mal.Tengo dos camisetas de frisa, un pulóver y este saco de corderoy. El pobre hace esfuerzos todavía para abrigarme. Menos mal que conseguí un botón más o menos grande para cosérselo, sino hubiera tenido que usarlo abierto en la panza y, como viene la mano, no sería lo más recomendable. No sé por qué siempre siento más frío en el estómago que en cualquier otro lado. Lolita siempre me cargaba cuando yo le decía que a las mujeres parece que sólo les hace frío en la cola y ella me decía “peor es que te haga frío en la panza, vos no podés apoyarla en ningún lado, yo en cambio la pongo cerca de la estufa y listo.”
Es un botón con personalidad. Amarillo, medio transparente y con dos agujeritos que me miran fijamente. Podría decirse que es bastante serio pero con cierta indulgencia en el mirar. No hace juego con los otros, marrones, insulsos, de cuatro agujeritos. Simples botones comunes. De ellos no me haría amigo ni por casualidad.Como no soy amigo de la mayoría de los presos. Es cierto que todos nos necesitamos. Más en esta cárcel del fin del mundo. Pero una cosa es ser compañeros y otra ser amigos.
Cuando nos llevan a talar madera para las estufas del comedor, nos cagamos de frío en las vagonetas y, aunque van despacio, la brisa nos corta la cara como delgadas agujas de hielo. Pero sentimos que de algún modo estamos libres.Yo me preparo momentos antes de subir. Me cierro el saco, abrocho el botón amarillo, me subo las solapas y me ajusto el trapo de lana que uso como bufanda. Me imagino entonces que nos vamos al campo con mi papá en la vieja Estanciera que tenía. A él le gustaba llevarme a cazar liebres. Siempre íbamos en Semana Santa, cuando se tomaba unos días de descanso. Parece que hubieran pasado mil años desde entonces. Y pensar que sólo voy a cumplir los veintiocho dentro de un mes. Desde que hice la macana, siento que he envejecido cincuenta años. Todos aquí somos viejos y es raro el que tenga más de treinta.
Estoy pensando que de toda la ropa que tengo, el saco es en realidad el que mejor está. Cuando salga se lo voy a dar a las monjas que vienen los sábados a visitarnos. Ellas cuentan que afuera la gente la está pasando muy mal. Parece que hay otra de esas crisis que cada tanto se dan. A alguno le va a venir muy bien para proteger el cuerpo. Las monjas nos traen chocolate que los niños de sus colegios donan. Suelen estar agrios pero los comemos con verdadero deleite. Más de una vez hemos sufrido fuertes patadas al hígado, pero… quién nos quita lo bailado. La comida de acá son guisos. Algunas veces de arroz y otra de fideos, según dicen los cocineros. Pero todo tiene el mismo sabor.




II

Siempre nos toca a las novicias tener que seleccionar y lavar la ropa que nos mandan de la cárcel. El Director se da ínfulas de benefactor trayendo esos trapos que la más de las veces ni para basura sirve. Sé que no debo pensar así porque cometo el pecado de soberbia, pero si hasta la Madre Superiora comenta que no hay cómo sacarle un centavo al funcionario. Con traernos estos paquetes cree que lava su conciencia de los atropellos que reciben los presos. Si Dios toma esto como un mal pensamiento seguro que me perdonará. No es mi intención ofenderlo.

O las necesidades son muy grandes o el que cosió este botón no tiene ni idea del buen gusto. ¡Un saco marrón con botones marrones y un botón amarillo en el medio! El botón solo, así aislado, no es feo. Lo voy a sacar y coseré en su lugar otro más apropiado. El amarillo lo voy a guardar. Me va a servir para cerrar la cartuchera de jean que cosí. Voy a bordarle a las orillas guardas rectangulares con hilo amarillo. Así hará juego.
La cartucherita la tengo llena de lápices. De niña me gustaba dibujar y desde entonces y cada vez que puedo, trazo algunas líneas aunque más no sea por darme el gusto. Aquí son pocas las cosas que no escapan a la disciplina. Los momentos libres son cada vez más escasos. La vida afuera está llena de tentaciones. No tendría tranquilidad para dibujar. La Madre vio algunos de los bosquejos y me felicitó porque estoy ilustrando escenas de La Biblia. No me animé a decirle que también me gustaría hacer otros con acciones más mundanas. Tengo hermosos recuerdos de mi vida en casa antes de que Dios me llamase a su servicio.Tendría que decirle, porque soy muy tonta y a lo mejor hago dibujos que puedan ser pecaminosos. Ella me va a orientar.
Tengo en mente hacer una colección de los juegos que inventábamos en las tardes calurosas. Nos divertíamos como nunca. El tiempo en esa época era más lento. El día se demoraba en terminar. Nos molestaba que llegara la noche. Queríamos dormir ligerito para levantarnos y seguir jugando. Voy a hacer algunos bosquejos, a tomar coraje y a mostrárselos. Es tan seria que por momentos hasta le tengo un poco de temor. En realidad temo su severidad. Ella tiene buen ojo para ver cuando estamos por cometer un error y toma las medidas necesarias para evitar que se ofenda al Señor.


Nunca pensé que se pondría tan mal. Me dijo que mis dibujos eran germen del pecado. Que los bañándonos en el río semidesnudos, eran los peores de todos. No eran costumbres propias de un hogar cristiano. Era evidente que habíamos sido descuidados en nuestra formación. Pero que todavía estaba a tiempo de corregirme. Que rompiera los dibujos y que no tocase los lápices hasta que no limpiase mi corazón de toda imperfección.
En el verano vendrá mi sobrina de Córdoba, a ella le regalaré la cartuchera y los lápices. No tengo ganas de seguir dibujando.

III


Cuando me recibí, mi intención era hacer clínica. Tener un consultorio y recibir pacientes particulares. La realidad me demostró que era una fantasía, nomás. De todos los compañeros de Psicología, solamente dos han podido cumplir con el deseo. Ni hablemos de los que no están haciendo nada para lo que nos preparamos. Yo al menos estoy en lo mío.
Apenas me enteré de la pasantía en el “Neuro”, me presenté. Me sirvió de mucho la práctica en un dispensario. Según el Director, ese antecedente lo decidió a darme la oportunidad. Ya van para tres años que estoy aquí. Y todavía sigo aprendiendo de mis pacientes.
Hoy no tengo que atender pero me preocupa el anciano que han internado hace quince días. Según la ficha lo encontraron deambulando en cercanías de la Terminal de Ómnibus en total estado de abandono. La policía lo llevó al San Roque y los médicos de ahí dijeron que, salvo el estado de desnutrición que tenía, no había motivos para que estuviese internado. No sé por qué vericueto administrativo llegó aquí. El siquiatra de guardia lo diagnosticó así: ¿esquizofrenia con delirios místicos? Así, entre signos de interrogación.
Me hice cargo de la atención de Aucaman por propia voluntad. El hombre es menudo y con una gran barba blanca que le llega hasta el pecho. El cabello largo lo lleva sujeto con una bonita vincha a guardas.Toda su figura me hace acordar a esos santulones de la India que se ven en los documentales. En la primera entrevista traté de no fijar mi vista en él para que no se sintiese intimidado pero era muy fuerte la atracción de su mirada. Sus ojos negros reflejaban la dulzura de sus palabras. Cuando pregunté de dónde venía me dijo “del sur”.Y pensé, erróneamente, que era del sur de la provincia. ¿De cerca de Río Cuarto? pregunté.”No del sur de en serio”, me contestó. Y como para mitigar su respuesta añadió: “de Neuquén, de la cordillera.”
Aucaman me contó que su nombre significa “cóndor libre”.Vivía en una comunidad pegada a Los Andes, que era chamán y que intentó llegar a Jujuy donde vive una de sus hijas. Le robaron todo lo que tenía cuando se durmió en el ómnibus, por lo que tuvo que bajarse. Que era la primera vez que viajaba porque un espíritu de la montaña le había indicado que su hija lo necesitaba. Dijo que cuando la policía lo interrogó contó esto y por eso lo trajeron al hospital. Lo mismo le había ocurrido con el médico de guardia que lo recibió. Me preguntó: ¿Cuándo volveré a ser libre? La pregunta me dolió. Tuve que contarle la verdad. “Aucaman, cuando alguien venga a buscarte”. No me animé a decirle que las asistentes sociales no habían dado con su hija.
No fue difícil establecer una excelente empatía. El hombre se abrió con naturalidad, y a mí me atrapó su personalidad. Contó que era el responsable de la salud de su gente. Me dijo que los árboles, montañas, los ríos, los animales, el viento, eran sus parientes. Sólo había que estar alerta para oír a la naturaleza y serle obediente. Allí estaba el remedio a los dolores del hombre.

Ayer le llevé una cartuchera con lápices que encontré en la calle, cerca de la plaza de Gral. Paz. Me acordé que preguntándole a Aucaman qué le gustaba hacer dijo: dibujar. La pregunta no fue inocente. Me preocupa verlo tan triste, sin hacer nada.
En cuanto la vio, sus ojos se iluminaron. Le encantó el detalle de un botón amarillo que tiene. Me dijo: “es parecido al ojo de un cóndor.” Por primera vez lo vi contento. Después con mucha delicadeza se puso en la tarea de descoserlo, mientras murmuraba algunas palabras en su idioma. No lo quise interrumpir. Evidentemente el acto era trascendente. Luego, dijo “cuando el ojo halle una pareja de enamorados ese día seré nuevamente libre” Después lo guardó en el bolsillo. No entendí que había querido decir.
Al comentarle el caso a mi compañera, fue sin decir palabra hasta la mesa donde dibuja y volvió con un rollo de papeles, fibrones y una caja con témperas. “Tomá, dáselo cuando lo veas, le van a servir más que los lápices”. La miré cuando se alejaba y nuevamente pensé, “qué bueno haberla encontrado…”

Hoy Aucaman murió. Lo encontró el enfermero en su ronda matutina. Su cuerpecito casi no abultaba bajo las sábanas. Vi, en su cara, tranquilidad. Se diría que estaba soñando algo bonito. Me acerqué a la caja de cartón donde habían guardado sus cosas personales. Junto a las alpargatas, un pantalón y la camisa, estaban la vincha, la cartuchera y un paquetito con las témperas y los fibrones.

Al botón, no lo encontré por ningún lado.


Juan José García Zalazar