miércoles, 28 de octubre de 2009

Loló


El perrazo debía pesar al menos ochenta kilos. Costaba pensar que alguna vez hubiera sido un cachorro.
Lo conocí cuando ya era el de guardián de un aserradero y fábrica de muebles. Estaba eternamente atado a una gran cadena, que se deslizaba por un alambre a lo largo del predio. La bestia de color negro, y poseedora de una tremenda cabeza, daba terror de solo verla.
Se llamaba Dragón.
Los operarios, lo mas que se le acercaban, era a unos seis metros y solo lo hacían los más corajudos. En esas ocasiones el animal se enfurecía, se paraba en dos patas y mostraba una impresionante hilera de dientes entre babas, ladridos y roncas aspiraciones. Trataba de soltarse y despedazar al que osaba acercarse a sus dominios.
Contaban, que de pequeño, se lo había maltratado para que fuera un buen guardián. Durante meses, un hombre saltaba la tapia, lo apaleaba y luego huía. Ese fue su entrenamiento. El odio del animal era infinito.
Loló, la criada del dueño de la fábrica, que vivía en la misma cuadra, se encargaba de atenderlo. A todas luces era una persona simple. “Tontona”, decía mi madre.
La habían traído del campo desde muy pequeña, vaya a saber de que lugar del monte. Lo más probable, es que hubiera sido dada por sus padres como una cosa más, para que escapase de la pobreza.
Ahora con el tiempo, me doy cuenta que la pobre joven estaba reducida a la servidumbre.
Siempre la vi con los mismos vestidos. Uno color marrón y otro floreado en gris y blanco. Parecía que ha medida que crecía, los vestidos crecían con ella. Los pies descalzos nunca conocieron un par de zapatillas.
No sé porque, yo le tenía miedo. Quizás fuera la sonrisa inexpresiva instalada en su rostro.
Nunca me habló, en realidad nunca la vi hablar con nadie.
Loló, después del mediodía, llevaba la comida al perro, en una lata de dulce de batata.
Yo solía espiar el milagro que se producía. Dragón la veía y se transformaba. Bajaba las orejas, se agachaba, movía alegremente la cola y juro, que sonreía.
Loló le hablaba con dulzura. Y la terrible fiera, por extraña metamorfosis, se convertía en inofensivo cachorro.
La joven lo abrazaba y arrullaba como si fuera un bebé, y entonces, el animal la acariciaba con su inmensa cabeza.

En una ocasión vi que Loló tenía unas marcas en las piernas .Unas tiras rojas de unos dos centímetros de ancho. Otra vez, unas marcas moradas verdosas alrededor de un ojo.
Me enteré, por mi madre, que era golpeada por sus patrones. Incluso por cosas nimias, como romper un vaso o comer una fruta.
Supe que los dientes que le faltaban no habían sido por problemas de caries sin tratar, sino resultado de terribles golpizas. Era maltratada desde pequeña, desde que la trajeron.

Esta mañana, Dragón no estaba atado en la fábrica.
En la cuadra un gran alboroto de vecinos y el ulular de las sirenas policiales me despertaron.
Salí a la calle. Vi justo cuando a Loló, la sacaban de la casa de sus “dueños”, con las manos atadas. Me miró con profunda tristeza. Ya no sonreía. Al contrario, la carita estaba mojada por las lágrimas. Sentí que su sufrimiento, me estremecía.
Vi también como arrastraban a Dragón, muerto de varios balazos, por el pasillo de la casa y lo metían en una bolsa de arpillera.
La ambulancia llevaba el cuerpo sin vida de su amo. Una profunda dentellada en la garganta le había quitado la vida.
Y comprendí, que los dos huérfanos, habían decidido ese día, terminar con tanto dolor.

Juan José García Zalazar

sábado, 24 de octubre de 2009

La noticia


La Noticia

En los años setenta, compartir un departamentito de dos dormitorios entre cinco estudiantes, era normal.
Comíamos en el comedor estudiantil y el transporte era básicamente “a pata”.
La casa antiquísima, había sido seccionada en tres partes; dando así nacimiento a tres departamentos similares. Cocina en un extremo, baño en el otro y dos dormitorios en el medio. Agua fría, calefón eléctrico y luz. Alquiler barato. Por lo que todo estaba bajo control.
Excepto los crudos días de invierno. En los primero días de Mayo llegaron los fríos. El frió llegó a torturarnos La reunión por el problema no se hizo esperar y la solución tampoco.
Ricardo, el santiagueño, había observado que paredón de por medio estaba una casona abandonada. Según sus averiguaciones por lo menos hacía diez años nadie la habitaba. Contó además una historia terrible sobre la misma.
Según dijo, la casa perteneció a una familia descendiente de árabes de mucho dinero. Dijo que si nos animábamos, en la noche podíamos entrar, porque seguro que encontraríamos las estufas que tanta falta nos hacían. En lo ético explicó, no sería un robo. Dijo que el hombre creaba elementos para mitigar sus sufrimientos. Estos se desnaturalizaban si no eran utilizados. Luego justo era, que nosotros, hombres con frío, nos apropiáramos de ellos.
Llegado el momento de declararnos voluntarios, solo tres lo hicimos. Los demás objetaron razones de conciencia.

Munidos de una linterna de amarillenta luz, nos descolgamos por la tapia lindera. Nunca los sonidos los sentimos tan fuertes. Hasta los más mínimos ruidos sonaban con gran estrépito. Al menos eso nos parecía. El murmullo con el que nos comunicábamos era ahogado por los latidos del corazón. Llegamos a través de un patio, a una puerta un tanto desvencijada. Pero había que abrirla. La empujamos, una vez, dos veces, a la tercera se abrió con un estampido que resonó por toda la provincia. Nos quedamos helados.
Pero la voz de Ricardo rompió el témpano transitorio.-¡Entremos!
Y así lo hicimos.
Di un paso y desaparecí en las profundidades de un sótano que habían dejado con la trampa abierta. Probablemente por precaución. Caí sobre un sofá, envuelto en una nube de polvo. Auxiliado por los cómplices, salí y comenzamos a recorrer la casa.
Lo primero que vimos fue el comedor. En la mesa, cinco platos, con restos negruzcos de vaya a saber que apetitosos alimentos.
Los cubiertos dejados en posición de haber sido usados. La panera, con trozos aun reconocibles de pan francés. Tres copas volcadas y las manchas en el mantel de hilo. Las otras dos, deberían haber tenido agua. Se encontraban derechas y solo con un manto de polvillo. Dos sillas caídas. Las otras tres muy retiradas de la mesa. Toda la escena daba la impresión de que algo había sucedido.
Como sino hubieran transcurrido, no mas de un par de horas.

Ricardo, tomó de allí una pesada estufa de kerosén de las conocidas como “de goteo”y la llevó al patio. Luego pasamos a un dormitorio. Allí todo estaba revuelto.
Un ropero con un par de cajones abiertos con ropa colgando. La cama matrimonial con más prendas sobre ella. Un bolso a medio llenar. Todo cubierto de tierra y finas telas de arañas que ya llegaban a la mitad de la estancia.

Otro dormitorio. Indudablemente, este era para dos niños. Así lo delataban las dos camitas revueltas y algunas prendas esparcidas por el suelo. Amén de unas zapatillas del mismo pie que se encontraban sobre una cómoda. Eran de dos varoncitos. Por los camiones y otros juguetes que allí se veían. En el pasillo, Eduardo encontró una estufa de gas. De aquellas que llevan dentro una garrafa de diez kilos y también la llevó al patio.

Ya no aguanté más y les dije que nos fuéramos. Me sentía invadido por una gran tristeza. Un terrible presentimiento. Esta angustia se agigantó cuando vi colgando el tubo de un viejo teléfono que reposaba sobre una mesita de cedro.
La terrible noticia, a pesar del tiempo, parecía recién recibida.

Juan José García Zalazar

domingo, 18 de octubre de 2009

-SEGURO QUE EVITA ME VA A VER-


Seguro que Evita me va a ver.


Día Uno

Seguro que Evita me va a ver. Anoche lo soñé y es la segunda vez que me pasa. Era tan real su sonrisa. Eso es lo que más me atrae. Y sus cabellos rubios.
A la patrona, al principio, no le gustaba nada. Decía que eso de darles a los pobres, los hace más vagos. Pero, bueno, ya sabemos como es ella. Parece que ahora ya le simpatiza más y cuando se enteró que iba a pasar por el pueblo, lo primero que hizo fue preguntarme si quería ir. Por supuesto, le contesté.
El tren pasa dentro de dos días, el miércoles. Ya averigüé que va a parar en la estación quince minutos. Evita se va asomar por una ventanilla. La gente dice que atiende a todos los que se le llegan y sino hay que preparar una cartita. Tiene unas empleadas que se encargan de recogerlas y luego ella, en Buenos Aires, las lee.
Mi sueño es que me dé una máquina de coser. La mami ya sabe coser y ella me puede enseñar. Máquina hasta ahora no tenemos, pero yo la voy a conseguir.
A la tarde del día anterior me voy a ir a la estación. Voy a dormir ahí. Me va acompañar la María, mi mejor amiga. Van a decir que estoy loca pero no me importa. Es lo que dicen de todos los que hacen algo distinto a lo que ellos creen que esta bien.
Cuando tenga la máquina y pueda empezar a coser para afuera, dejo de limpiarle la casa y lavarle a la señora. Y así voy a poder comprar ese par de zapatos charolados que tanto le gustan a mamá. En una de esas puedo ir a la escuela profesional de mujeres, porque funciona a la noche. Me voy a dar maña para todo
El Lucho dice que Evita hace milagros, pero todos saben que siempre ha sido un exagerado, además él desde que yo sé, es peronista, aunque él diga que quiere un poco de justicia, nada mas.
El cura, que desde el año pasado anda un poco envidioso, porque cuando vino el General al pueblo vecino, aquí no quedo nadie, no se cansa de decir que solo hay que adorar a Cristo y que es pecado de idolatría seguir a cualquier ser humano, por importante que sea. No dice que sea Perón, pero todos sabemos.
Yo, en el fondo de mi corazón, si me parece que Evita hace milagros. Pero milagros humanos, no de los otros. Bueno... ¡Yo me entiendo!

Día Dos

Mañana a las nueve llega el tren. María no me falló y aquí estamos sentadas en el banco justo enfrente adonde va a parar. Trajimos el mate y un par de frazadas aunque aquí en marzo no hace frío. A mamá no le dije nada porque quiero darle la sorpresa. Le dije que me quedaba a dormir en lo de mi amiga.
¡Cuándo sepa que la vi a Evita...!
Estuve pensado que la máquina la voy a poner en mi dormitorio, porque cuando tenga mucho trabajo me va a tocar coser de noche y así no molesto a nadie con el ruido.
Con la primera plata que gane, además de los zapatos para mamá, voy a ver si me alcanza para una entrega al ruso Cohen por la radio para mi viejo. ¡No lo va a poder creer! Mis hermanas van a tener que esperar un poco, pero ya sé que les voy a regalar a cada una.
María dice que ella le va a decir a Evita que le preste una máquina de escribir y que ella se la va a pagar de a poco. No importa que este usada. Ella limpia en el diario del pueblo y ve como Josef, el dueño, no se da abasto para sacarlo en tiempo. Sabe que si ella se ofrece a pasar los artículos el director va aceptar de mil amores. El pobre lo hace todo. Hasta piensa que si se pone, puede llegar a ser una buena periodista.
Desde mañana toda va ser distinto.

Día Tres

Aunque no crean, estoy despierta desde las cinco. No pude dormir más. Y todavía faltan cuatro horas para que llegue el tren. Lo que nunca esperé es que a esta hora haya tanta gente. Han venido desde pueblos vecinos también. Los primeros lo hicieron a la una de la mañana y desde entonces no terminan de llegar.
A María le he dicho que tratemos de estar lo mas cerca posible del andén. Somos un poco petizas y si nos descuidamos vamos a perder el lugar.
Ahora llegó la policía. Han hecho una especie de cordón y no nos dejan acercar a la orilla. Pero no importa, de donde estamos, vamos a llegar a ella sin problema.
Ya son las ocho y el gentío es realmente impresionante. Es una verdadera lucha mantenernos en el lugar. Deberíamos haber venido con nuestros amigos porque hay algunos grandotes que nos empujan y por ahí nos corren del sitio. Aunque nosotras resistimos y haciendo contorsiones nos escabullimos por debajo de ellos.
Esto se esta transformando en un combate por mantener las posiciones.
Y ya se divisa el humo de la locomotora. Va a llegar justo a tiempo.
Bastó que se sintiese el pitido del tren para que la gente empujase violentamente y nos corriese hacia atrás como cinco metros. Y ya no podemos volver. Nadie hace caso a nuestros ruegos.
El vagón presidencial, como lo pensamos, quedo frente a nosotras y podemos ver a Evita asomándose por la ventanilla. Habla con todos los que llegan. Gritamos que se alejen y dejen lugar para los demás. Lo suplicamos, pero nadie hace caso.
María haciendo alarde de coraje empieza a los codazos a abrirse paso. Pierde un zapato, pero nada importa. Va a llegar hasta Evita.El coche empieza a moverse. María lleva también mi carta. La veo como avanza. Llega hasta el tren que ya toma velocidad y alcanza a estirar su mano con el papel a una de las secretarias.
La gente en la desesperación por acompañar el vagón, hace caer a mi amiga. Alcanzo a ver como las hojas son tiradas contra la formación y el viento estúpidamente las expulsa hacia el costado.
María, con la cara mojada por las lágrimas y el sudor del esfuerzo, casi en un ruego me dice: -¡Perdoname, no me vio, ni siquiera me miró!
Después nos abrazamos y estuvimos solas en el mundo como nunca nadie lo estuvo antes.
Mientras tanto el tren, envuelto en una nube de humo, se perdía lentamente a lo lejos.


Juan José García Zalazar.

viernes, 9 de octubre de 2009

Canción de cuna toba



A propósito de la invasión española de 1492.
30 millones de aborígenes fueron exterminados por el invasor en cinco siglos y siguen...

Esta es la letra en castellano de la canción de cuna:

Dormi, dormi hijito dormí
Dormi dormi
Porque tu papa se fue a mariscar
Se fue a buscar miel de abeja
Para nosotros

Dormi, dormi hijito dormí
Porque yo quiero hacer
mi trabajo
Tengo que tejer la red para cazar los pescados
a tu papá

domingo, 4 de octubre de 2009

El vigía

El Vigía

El vetusto buque de guerra surcaba las aguas del Atlántico en alta mar. A unas 300 millas náuticas al este de Mar del Plata. El último destino de la fragata era el de servir para la instrucción de los cadetes antes de ser radiada. Porque la pobre, seguro que ni siquiera iba a ser desmantelada.
La cofa (el puesto de vigía y señales) se encontraba sobre el palo mayor, a unos doce metros sobre la cubierta principal. Siempre me pregunté para que se cubría ese puesto, en la era de las comunicaciones electrónicas. El vigía que allí apostaban, tenía como única misión avisar por el tubo acúfono al puente cuando avistara aviones o embarcaciones a trabes de sus prismáticos. Objetivo que era cubierto ampliamente por el radar.
El lugar era un estrecho círculo de un metro y medio de diámetro, ocupado parcialmente por unos cajones, donde se amontonaban las banderolas de señales. Cada tanto y si el tiempo lo permitía, algún trasnochado oficial ordenaba enviar ridículos mensajes a la otra nave, con la que viajábamos en formación. Para eso usábamos las banderolas. Los mensajes eran del siguiente tipo”: ¿Tiene Ud. viento a babor?”¡Ni que hablar de las respuestas. !
Las guardias eran de cuatro horas. Estas se reducían a dos cuando viajábamos más hacia el sur, por las bajas temperaturas. Aunque siempre en esos puestos a la intemperie, deberían ser de dos horas. El frío era cruel igual, cinco grados sobre o bajo cero. En este invierno de mis dieciocho años, quizás por recordar el tibio sol de mi lejana Córdoba, sentía al viento helado como nunca. Puse unas cuantas banderas sobre el asiento de hierro y me envolví las piernas con otras tantas. A pesar de la prohibición, tenía puestas tres pares de medias y me recubría la cabeza con una tira de trapo de lana que robé del cuarto de máquinas. Casi no tenía lugar para el casco.
El barómetro bajaba con rapidez, señal inequívoca de que se acercaba una fuerte tormenta. Las manos a pesar de los guantes, no las sentía. Cada media hora tenía que sacarlas del bolsillo del gabán para asomar el anemómetro y tomar la velocidad del viento. Otra de las tareas sin sentido. El viento ya era de 70km/h y con fuertes ráfagas. El mar cada vez se ponía más amenazante. Las olas de a poco habían ido desapareciendo para irse transformando en verdaderas lomadas de agua. Al mirar hacia abajo me di cuenta que habían dado la orden de cerrar todos los tambuchos y respiraderos. Estábamos a la puerta de un temporal.
Todas las guardias de superficie se habían levantado, excepto, la mía. Indudablemente el contramaestre, se olvidó de mí. Al poco tiempo, estábamos rodeados de verdaderas montañas de agua. Como casi no me podía mantener en pie, me até con unas sogas en cruz a los bordes de los cajones metálicos. El mar rompía contra la proa y barría con furia la cubierta principal. Al mirar a popa, vi a la fragata que nos acompañaba, como desaparecía tras un cerro de agua y al rato nuevamente aparecer. Era como si cabalgase sobre el lomo de una gran bestia marina. Pensé que lo mismo nos estaba pasando a nosotros. Tenía miedo. Llovía a cántaros. Los rayos caían a nuestro alrededor y yo no hacia más que mirar el pararrayos que se encontraba montado sobre el radar. Estaba a escasos seis metros de donde me hallaba.
Escuchaba extraños ruidos que venían del interior del buque. Algunos los podía identificar. La caída de las fuentes de comida, el rodar de los tambores que se habrían soltado en los sollados. Otros eran quejidos, mas profundos, torceduras, retorcijones, estiramientos del cuerpo mismo del barco. El buque sufría, se quejaba.
Yo lloraba y decía: -¡Quién me mandó a meterme en esto!
El cabeceo y el rolido del navío, eran cada vez más pronunciados. Sabía que lo más peligroso es el cabeceo. Hay un ángulo en todo barco que si se llega a dar, no se recupera y en vez de trepar sobre el agua, se sigue camino a las profundidades. Y el cabeceo era cada vez más agudo. Nunca antes me había sentido tan pequeño, tan endeble y con tanto miedo. Si seguíamos con el mismo rumbo haciendo frente a semejante temporal, hasta el menos avezado se daba cuenta que el resultado era el naufragio.
Afortunadamente, una interminable hora más tarde, observe que la otra fragata comenzaba la maniobra de “caer a estribor” para poner la popa a la tormenta. Lo mismo hicimos segundos después. Entonces, al dar la espalda al vendaval, todo tendió a normalizarse.
Dos horas mas tarde nada hacia imaginar que allí había estado el Infierno. El sol brillaba, el mar estaba tranquilo, el cielo sin una nube.
El contramaestre fue el primero en salir a cubierta a evaluar los daños y el primero en mirar hacia arriba y verme. Yo desde allí, vi una boca con la forma de una gigantesca “O”, acompañada con dos ojos desorbitados. Casi de inmediato dos suboficiales con frazadas llegaron a rescatarme.
Estuve tres días en Enfermería, dándome la gran vida. No tenía nada. Pero no me daban de alta. Me la dieron cuando llegamos a Brasil.


Al bajar en Porto Alegre de franco con mis compañeros y darme vuelta para saludar a los que ese día quedaban de guardia, vi que todos los oficiales estaban en cubierta. Sus caras largas lo decían todo. Mientras estuvimos en Brasil, no pudieron bajar del barco. Estaban todos arrestados por orden del Comandante.


Juan josé García Zalazar