sábado, 17 de julio de 2010


Solo sabía trabajar

Los Reyes Magos siempre llegaron por mi casa. Cumplíamos con todo lo que había que hacer para que nos dejasen los regalos. Les poníamos de pasto para los camellos, unos miserables ramitos de gramilla y un tarro de veinte litros con agua.
Toda la semana nos portábamos bien. Mi mamá se encargaba de recordarnos que si hacíamos alguna macana los reyes no vendrían. Y yo apostaba fuertemente a que me traerían lo que tenía pensado desde hacía más de un año. Quería una caja que había visto en el almacén de Don Chicho. El taimado comerciante la colocó a la altura de los ojos de los niños. No había modo de no verla. La caja tenía unos veinte soldaditos de plomo, un tanque de guerra, dos jeeps e infinidad de bombas, granadas y pertrechos. Una maravilla para esa etapa bélica de mi niñez.
Escribí la carta con mi mejor letra y sin ningún borrón. Mi papá la echaría en el buzón del correo, en el centro. En el barrio había otro buzón pero era comentario entre mis amigos que se podía extraviar. Por eso lo atormente para que la llevase al Correo Central.
Además, como todos los años, estaba dispuesto a aguantar el sueño para espiarlos y verlos. Sabía el riesgo que corría. Si me veían no vendrían nunca más por mi casa. Eso estaba bien claro. Pensando en eso deje corrida la cortina que da al patio. De ahí los podría mirar sin que me vieran. Ahora se trataba solamente de esperar la llegada de la mañana.
Cuando desperté (¡otra vez me había quedado dormido!) salí presuroso al patio. Lo primero que vi fue el agua derramada y el pasto que no estaba, clara evidencia que los camellos estuvieron allí. Además sentí perfectamente el olor de sus cuerpos. Era un olorcito parecido al de los caballos cuando han transpirado, se veía que recién habían pasado. Sentí una extraña sensación cuando de pronto vi, al lado de mis zapatillas, una bolsita, en vez de la gran caja de cartón.
La tomé, la abrí y dentro encontré seis soldaditos de plomo. Solo seis… Por primera vez en la vida supe lo que era la desilusión.
Los tomé y me fui a sentar en el cordón de la vereda.
En la garganta tenía algo que me apretaba como si hubiera un montón de cosas que quisieran salir de golpe pero no pudieran pasar. Me alivié un poco cuando el llanto, al fin, pudo abrirse camino. La sombra de mi papá me cubrió y cuando preguntó que me pasaba, tuve que decir una mentira. Le dije que un chico se había burlando de mí diciéndome: “¿esa porquería te trajeron?”. Mi viejo me miró, no dijo nada y se fue. Al ratito vi que salía en su bicicleta.
No me acuerdo cuando volvió con la caja, pero si me dijo que los reyes a veces estaban muy apurados y leían mal las cartas, por eso se equivocaban y habían dejado los juguetes en otra casa. Me di cuenta que los había comprado él, pero no quise preguntar de donde había sacado la plata. Mi viejo era uno de los despedidos de la curtiembre y hacía un par de meses que no conseguía trabajo.


Hace un par de años, mientras conversaba con mi hermano mayor, miraba como jugaba distraídamente con su anillo. Lo hacia girar en el dedo y me hizo recordar que mi papá no usaba alianza.Mi mamá sí.
Cuando éramos niños le había preguntado a mi hermanita, que lo sabía todo, porque papá no tenía anillo y me contestó que tenía, pero se lo sacaba porque le molestaba en el trabajo. Se jubiló trabajando en una fábrica de pistones. Su respuesta nunca me conformó del todo.
Esta vez le hice la misma pregunta a mi hermano. Y la respuesta fue distinta. Me dijo que el viejo se lo entregó a un juguetero en prenda cuando éramos niños. Cuando pudo juntar el dinero para rescatarlo, el comerciante ya lo había vendido.
Luego agregó, con un gesto de reproche: “papá nunca fue bueno para los negocios… solo sabía trabajar”.

Nunca me sentí tan bien como después de la trompada que le di. Aún ahora, cada vez que me acuerdo, me felicito. Y se la volvería a dar.


Juan José García Zalazar

Mi tía Esther

Don Juan, terrateniente del lugar, ganadero y dueño de hornos de carbón falleció, inesperadamente, en el año 1929. Dejó a la viuda y sus cuatro hijas en total ignorancia de los negocios que él, personalmente, manejaba. De inmediato una nube de abogados, prestamistas y supuestos acreedores, aparecieron como buitres abalanzándose sobre la fortuna “vacante”.
Se llevaron, ardides mediante, dos tercios de la estancia. La única que les hizo frente fue la tía Esther. Era la mayor y de alguna manera, se había preparando para una ocasión como esta.
Era alta. Caminaba erguida. Desafiante. Su espalda, una tabla. Jamás una risa. Su gesto adusto solo se suavizaba cuando se dirigía a mí. En esa ocasión ensayaba una especie de sonrisa nerviosa. Me hablaba como si yo fuera una persona mayor y solo tenía ocho años. Era mi madrina.

Tía Esther era la encargada de ir al pueblo una vez al mes para comprar las cosas de almacén. El día anterior al viaje se realizaban preparativos de todo tipo. Nada quedaba librado al azar.
El mismo día, Esther y su hermana Florencia se levantaban casi al alba. Y comenzaban a emperifollarse. Se espolvoreaban en la cara un polvillo claro que despedía un profundo aroma a rosas. La noche anterior se colocaban unos ruleros en los extremos de sus cabelleras, de tal modo que al sacarlos les quedaba una especie de salchicha alrededor la cabeza. Se pintaban los labios y con la misma pintura, fabricaban una especie de rubor en los cachetes. Usaban como cejas, unas líneas delgadísimas. No se como las hacían.
Florencia era muy hábil con el telar y la costura en general, por lo que toda la ropa se confeccionaba en la casa. Los modelos los sacaban de revistas de años anteriores. Parecía que solo ellas no se daban cuenta que llevaban la vida de hacía treinta años atrás.
Tía Esther era la única que manejaba dinero de todas las hermanas, porque daba clases de manualidades en un colegio Eso le daba poder. Se hacía lo que ella disponía.
Solo una vez me dejaron acompañarlas a la ciudad a comprar. Y allí vi que tía Esther no compraba, ordenaba. Sacaba una hoja de papel, no preguntaba precios y al dependiente, que parecía acostumbrado, le hablaba con tono enérgico, casi como retándolo. Allí también me enteré que las llamaban “las Niñas Zaldivar”.Eran muy respetadas

Una noche, habrán sido las cuatro de la mañana, me despertó el ruido de corridas, gritos, y un par de estampidos. Me levanté, tomé la linterna y salí al patio . Allí, a la luz de los faroles de kerosén, estaban todas mis tías. En el suelo, arrodillado, un hombre con las manos en la cabeza mirando el piso. Mi tía Esther parada atrás de él apuntándole con un objeto metálico. No se distinguía bien que arma era. A unos pasos un facón de grandes `proporciones, tirado. Se veía que venían corriendo, con linternas, varios hombres de las casas mas cercanas.
El muchachón entre sollozos cada tanto decía: -¡No me mate, solo queríamos llevarnos unos aperos! Y mi Tía que le recriminaba: -¡No te da vergüenza, querer robar a unas pobres mujeres indefensas! ¡Pero no te voy a entregar a la Policía porque sos el hijo de Don Hortensio, que fuera empleado de papá! ¡Él sabrá que hacer con vos!
Llegaron los vecinos y lo ataron. Los otros dos ladrones se fugaron. Para ganar tiempo habían tirado un par de tiros al aire. El que estaba ahí, tuvo la mala suerte de tropezar en la oscuridad, y allí lo agarró mi tía. Quien en las penumbras le apoyó en la espalda una cuchara sopera y le dijo: -¡Si te movés te mato!

En la casa no había armas. Todas se habían vendido para pagar supuestas deudas del abuelo.
Faltaba de todo. Lo único que sobraba, era coraje.


Juan josé García Zalazar