lunes, 27 de febrero de 2012


Un vale por cien bananas.

Mi rodilla derecha siempre me recuerda que he sido niño. La miro. Me mira .Tiene cara de no decir nada. La cicatriz que esta allí es raramente, recta. Como si algún arquitecto hubiera trazado la primera línea de un edificio. Parece el inicio de algo .Se distingue del resto de la piel por su color mas claro. La pierna se muestra morena. Tiene siete centímetros de largo. Uno por cada año del niño que era entonces. La herida que la produjo fue importante, tan importante como el miedo que sentí.

El aire fresco que venía de la playa, nos daba en la cara al grupo de chiquillos que buscábamos que hacer, para burlar el tedio de las vacaciones.
El pueblo, minúsculo, levantado entre los médanos y el mar, tenía una sola verdulería .Nos habíamos dado cuenta, que el fletero que traía verdura de las quintas cercanas, se bajaba y se ponía a charlar con la agraciada dueña del lugar .El destartalado camión permanecía abandonado por lo menos veinte minutos. Parecía que descansaba. Su dueño lo cargaba sin misericordia. Una montaña de cajones en equilibrio precario, se elevaba por sobre la cabina y amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. De lo costados, había colocado unos fierros doblados en la punta, a modo de afilados ganchos, de donde colgaban unos impresionantes cachos de bananas. En casa nunca compraban. Eran caras. Los rubios racimos prometían sabores inigualables. La tentación me inició en el camino del delito. Decidí robar.
La primera vez el trabajo en equipo superó todas las expectativas. Oscar en su papel de campana, estratégicamente apostado a la sombra de un eucalipto, dominaba los probables movimientos del enemigo. Ricardo se colocaba a un costado listo para recibir el botín. Su altura le permitía ver las señas de peligro que le hiciera Oscar. Los demás formaban un compacto pelotón dispuesto a entorpecer el paso del proveedor, si éramos descubiertos. El robo, todo un éxito, fue repartido en partes iguales, pese a mis protestas. Yo exigía un par de bananas más por correr el mayor peligro.
La segunda vez, fue igual a la primera en cuanto al temor, los nervios y el corazón que amenazaba con escapárseme del pecho. Esta vez, desplegado todo el aparato de apoyo, subí por la compuerta trasera. El viejo camión estaba cargado como nunca .Tuve que caminar entre una pila de cajones con lechuga y bolsas con cebollas. Desde allí, el suelo se veía muy lejano. Transpirando a raudales, hacía esfuerzos por descolgar un racimo, cuando Oscar haciendo alarde de su pésimo humor, gritó “¡ahí viene el viejo!” Me vi volando por encima de la mercadería en una fuga desesperada. Allí la mala suerte se acordó de mí. Uno de mis pies pegó con la baranda y en la caída mi rodilla derecha se clavó en uno de los ganchos.
Quede colgando cabeza abajo. Debo parecer uno de esos pollos carneados que el carnicero cuelga sobre el mostrador.
El mundo al revés es muy curioso. Veo las copas de los árboles, no sabía que estaban tan juntas. Forman una especie de techo. Al camión deberían darle una buena capa de pintura. Desde aquí parece más ruinoso todavía.

Siento una especie de minúsculo temblor al irse, lentamente, desgarrando la carne por mi peso. Hasta me parece oír un leve ruido al paso del fierro en su camino hacia el hueso. Es raro pero no siento dolor. Lo único molesto son los gritos de mis amigos. Alguien, un grande, me toma de los hombros y cuidadosamente me levanta quitándome el peso. Otro, no le veo la cara, maniobra con mi pierna. El griterío es general. Una mano con una rejilla, olorosa a lavandina, me limpia la cara. De golpe, me siento libre. El camionero me lleva en brazos a la carrera, rumbo a casa, creo. Trato de tener la cabeza un poco más rígida pero los largos trancos del hombre hace que la bambolee. Lo miro. Esta asustado y un par de lágrimas le brillan en los ojos. A su lado alguien corre sosteniéndome la pierna mientras dice “¡no tengas miedo, no pasa nada!”Y su cara, dice lo contrario. La sangre me empapó el pantaloncito y la remera. Con el tiempo es lo único que me recriminó mi mamá. Eran épocas muy duras y la sangre no sale.

No sé que pasó después. Habrá habido un hospital, médicos y vendajes. No lo recuerdo. Lo único que me queda es esta cicatriz y ahora un pedazo de papel que encontré hace poco en la abandonada casa paterna. En un cajón de la mesa de la cocina estaba ese pedazo mal recortado de papel de envolver. Todavía se puede leer escrito con lápiz negro y letra infantil:”Vale por cien bananas” y mas abajo, a modo de firma, “Antonio”. Así se llamaba el camionero.

Al papel se lo tiene que haber dado a mi mamá.

Juan José García Zalazar