martes, 23 de marzo de 2010


El hallazgo


El camionero avisó al puesto de Gendarmería de Los Penitentes a las cuatro de la mañana. El frío arreciaba y la nieve no dejaba de caer. Quizás por eso, los gendarmes se demoraron un poco en trasladarse a ver las huellas, de lo que parecía ser un desbarrancamiento a unos siete kilómetros hacía abajo.
Al llegar, el Sargento Guzmán se bajó, miró la densa niebla, puteó al gobierno, que nunca les mandaba las linternas rompe-nieblas y busco las sogas de la caja de la camioneta.
Llamó al aspirante Rodríguez, y entre ambos empezaron la maniobra para descender a la profundidad del precipicio.-Tené cuidado, Rodríguez, a ver si todavía te tengo que pagar como bueno.- le advirtió el Sargento, mientras él mismo patinaba en la greda húmeda de la montaña.
Con mucho esfuerzo bajaron. Era un R-12 rojo. El primero en llegar, fue el aspirante que le gritó a su robusto superior:
-¡No hay nadie mi Sargento!, ¿pero sabe qué? ¡El baúl esta soldado!
-¡Carajo!-dijo Guzmán- voy a tener que ir al puesto a buscar la amoladora. Vos quedate acá, que en hora y media estoy de vuelta. ¡Ya vengo!-gritó, y se fue.
A la media hora, el novato aspirante, pensó que tenía que hacer algo para combatir el frío y el aburrimiento. La soldadura no parecía tan fuerte y piedras lajas había por todos lados. Agarró una bastante afilada y empezó a pegarle en uno de los puntos soldados. El primero le costó. El segundo no tanto, y calculó que con su bayoneta podía hacer palanca.Así lo hizo.
La puerta del baúl se abrió apenas unos centímetros y por allí miró. Veía un cuerpo. No se movía. Estaba de espaldas, todo vestido de negro.
Le habló. El silencio fue la única respuesta. Insistió. Nada. Entonces pensó en lo peor.
Necesitaba más luz. Tomó otra piedra y siguió golpeando la soldadura. Para colmo esta era una costura mucho más gruesa. En efecto la piedra pronto se desgranó.
Buscó en los alrededores una de cuarzo, más dura, y siguió pegándole. La soldadura cedió, y pudo ver algo más. El cuerpo tenía las manos atadas con alambre de púas. Finos hilos de sangre se habían deslizado sobre su piel trigueña.
El Aspirante José Rodríguez, a los de diecisiete años, sintió una sensación en el estómago que nunca antes había experimentado. Respiró hondo. Miró a sus espaldas. La neblina ocultaba el entorno. El silencio, era abrumador.
“Porque no me habré ido con el sargento”, pensó.Pero estaba en el baile y tenía que bailar. Juntó coraje, y siguió golpeando. El rítmico golpeteo se confundía con los latidos de su corazón.
De golpe, con un brusco movimiento, el baúl se abrió.
El cadáver llevaba una sotana. El bisoño gendarme se dio cuenta de que sus piernas le temblaban y tenía la boca seca.
El sacerdote, en posición fetal, le daba la espalda. Tendría que darlo vuelta él solo.
Con mucho cuidado, lo tomó de un hombro y una cadera, y lo giró. Parecía un maniquí.El curita no tendría más de treinta años y su cara estaba desfigurada por una tremenda costura de gruesas puntadas que le cerraban la boca.
-¡Dios mío, que mierda es esto! –dijo el Aspirante, y retrocedió unos pasos, con la mirada fija en ese rostro.- ¿Y ahora que hago?
Permaneció unos segundos sin moverse, observando aquello, en silencio casi religioso. Luego, se acercó lentamente. Entonces se dio cuenta de que el sacerdote tenía la boca abultada. Habían puesto algo dentro de ella.En eso sintió el ruido de la camioneta del destacamento que llegaba, y un rato mas tarde los resoplidos del Sargento descendiendo.-Che, no te me habrás muerto de frío ¿no? Te traigo café, bien calientito.- le oyó gritar.
Un cuarto de hora mas tarde, el Sargento estaba anoticiado de todo y tan asustado como su joven camarada. El aspirante insistía:
-Fíjese mi Sargento que tiene la boca abultada, adentro tiene algo. ¿Qué será?
-Mirá, pibe, ese no es problema nuestro. Lo llevamos al destacamento y avisamos a Mendoza. De él se encargará el médico forense.- dijo el suboficial disimulando su confusión.
Y fue lo que hicieron.


Juan José García Zalazar

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