sábado, 17 de julio de 2010


Mi tía Esther

Don Juan, terrateniente del lugar, ganadero y dueño de hornos de carbón falleció, inesperadamente, en el año 1929. Dejó a la viuda y sus cuatro hijas en total ignorancia de los negocios que él, personalmente, manejaba. De inmediato una nube de abogados, prestamistas y supuestos acreedores, aparecieron como buitres abalanzándose sobre la fortuna “vacante”.
Se llevaron, ardides mediante, dos tercios de la estancia. La única que les hizo frente fue la tía Esther. Era la mayor y de alguna manera, se había preparando para una ocasión como esta.
Era alta. Caminaba erguida. Desafiante. Su espalda, una tabla. Jamás una risa. Su gesto adusto solo se suavizaba cuando se dirigía a mí. En esa ocasión ensayaba una especie de sonrisa nerviosa. Me hablaba como si yo fuera una persona mayor y solo tenía ocho años. Era mi madrina.

Tía Esther era la encargada de ir al pueblo una vez al mes para comprar las cosas de almacén. El día anterior al viaje se realizaban preparativos de todo tipo. Nada quedaba librado al azar.
El mismo día, Esther y su hermana Florencia se levantaban casi al alba. Y comenzaban a emperifollarse. Se espolvoreaban en la cara un polvillo claro que despedía un profundo aroma a rosas. La noche anterior se colocaban unos ruleros en los extremos de sus cabelleras, de tal modo que al sacarlos les quedaba una especie de salchicha alrededor la cabeza. Se pintaban los labios y con la misma pintura, fabricaban una especie de rubor en los cachetes. Usaban como cejas, unas líneas delgadísimas. No se como las hacían.
Florencia era muy hábil con el telar y la costura en general, por lo que toda la ropa se confeccionaba en la casa. Los modelos los sacaban de revistas de años anteriores. Parecía que solo ellas no se daban cuenta que llevaban la vida de hacía treinta años atrás.
Tía Esther era la única que manejaba dinero de todas las hermanas, porque daba clases de manualidades en un colegio Eso le daba poder. Se hacía lo que ella disponía.
Solo una vez me dejaron acompañarlas a la ciudad a comprar. Y allí vi que tía Esther no compraba, ordenaba. Sacaba una hoja de papel, no preguntaba precios y al dependiente, que parecía acostumbrado, le hablaba con tono enérgico, casi como retándolo. Allí también me enteré que las llamaban “las Niñas Zaldivar”.Eran muy respetadas

Una noche, habrán sido las cuatro de la mañana, me despertó el ruido de corridas, gritos, y un par de estampidos. Me levanté, tomé la linterna y salí al patio . Allí, a la luz de los faroles de kerosén, estaban todas mis tías. En el suelo, arrodillado, un hombre con las manos en la cabeza mirando el piso. Mi tía Esther parada atrás de él apuntándole con un objeto metálico. No se distinguía bien que arma era. A unos pasos un facón de grandes `proporciones, tirado. Se veía que venían corriendo, con linternas, varios hombres de las casas mas cercanas.
El muchachón entre sollozos cada tanto decía: -¡No me mate, solo queríamos llevarnos unos aperos! Y mi Tía que le recriminaba: -¡No te da vergüenza, querer robar a unas pobres mujeres indefensas! ¡Pero no te voy a entregar a la Policía porque sos el hijo de Don Hortensio, que fuera empleado de papá! ¡Él sabrá que hacer con vos!
Llegaron los vecinos y lo ataron. Los otros dos ladrones se fugaron. Para ganar tiempo habían tirado un par de tiros al aire. El que estaba ahí, tuvo la mala suerte de tropezar en la oscuridad, y allí lo agarró mi tía. Quien en las penumbras le apoyó en la espalda una cuchara sopera y le dijo: -¡Si te movés te mato!

En la casa no había armas. Todas se habían vendido para pagar supuestas deudas del abuelo.
Faltaba de todo. Lo único que sobraba, era coraje.


Juan josé García Zalazar

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