miércoles, 20 de abril de 2011


Proteínas


Al lado del puente hay un bosquecito que se ha formado solo. Hace unos años por allí pasaba el tren y en el espacio a los lados de la vía, que todavía se ve, no se había construido nada hasta hace un par de años en que de a poco empezaron a parecer improvisados ranchitos de maderas y nylon. Unas ocho familias ahora están allí, a la buena de dios. Los niños corretean entre los árboles y se han acostumbrado a mi paso. ¡Adiós don! me saludan los chiquillos que juegan con un carrito de madera de cajón. Les hago una seña y sigo mi camino. Les veo las patitas flacas como teros, la panza inflada y ojeras que deberían ser las de un viejo. Las ropas que los cubren, enormes para su edad, ya son andrajos que el tiempo tiñó de un gris amarronado.
Se ve que los mayores, viven del cirujeo. Se los suele ver clasificando la basura a metros de sus casitas. Son jóvenes pero sus rostros acusan una decena más de años. Entre ellos solo hay una viejita que debe tener un centenar de años o al menos pareciera que los tiene, que uno nunca sabe .Ella va al mercado a buscar restos de verduras y frutas, de tanto cruzármela, nos reconocemos y nos saludamos.
El otro día, yo traía una bolsa con un par de kilos manzanas y aproveché para ofrecerle algunas. Ella me dijo que no me molestase, al mismo tiempo que, contradictoriamente, extendía una mano surcada de protuberantes venas azulinas. Le dije, con ánimo de no ofenderla, que para mí eran demasiadas y se me iban a echar a perder. En eso estábamos cuando un alboroto de niños y perros nos desvió la atención. Entre un mar de gritos y ladridos entendí que habían matado una rata. Uno de los más grandecitos encabezó una marcha para el lado del río llevando en estandarte, clavada en la punta de un palo, una tremenda rata negra grisácea que todavía se retorcía dejando un rastro de pequeñas gotas de sangre. Los perros saltaban inútilmente tratando de agarrarla. Cada tanto alguno chillaba al recibir una patada. Vi que la tiraban al agua. Luego se volvían hasta la orilla de un muro derruido y adiviné que allí estaba la cueva porque los niños se ensañaban en tirar piedras y cascotes tratando de tapar el cilíndrico agujero de la entrada .Me acerqué y donde antes estaba el nido, solo quedaba una pequeña montaña informe de tierra y escombros.
Fue por poco tiempo. Pronto los animales habían reconstruido el nido. Lo más llamativo era que alrededor se podían ver colocados restos de comida. Era evidente que alguien les estaba dando de comer. Trozos de panes viejos, verduras en descomposición y hasta algunos grandes huesos de vacas, de esos que los carniceros suelen regalar, se esparcían por las inmediaciones. Quedé desconcertado. La cercanía del caserío hacía imposible que la gente del lugar no se diese cuenta de la situación. Al poco tiempo, y a plena luz del se paseaban impunemente por las cercanías. Incluso algunas trepaban a los achaparrados árboles subiendo ágilmente por los troncos. Su número aumentaba constantemente. Empecé a dar un rodeo en mi pasaje hacia el mercado. Su proximidad me causaba repulsión y hasta temor.
Este sábado vi que la anciana iba encorvada por el peso de las bolsas de regreso del mercado. Apuré el paso y la alcancé. Traía lechugas y tomates. Se la veía de buen ánimo. ¿Como le va señora?- le dije y me contestó-muy bien, acá me ve, trayendo las cosas para el asado-aclaró. Inmediatamente pensé, sabedor de las necesidades que pasaba esa gente, que alguien les habría regalado carne. Déme alguna bolsa que le ayudo-le dije. Bueno hijo, la verdad que me están matando-contestó.
Poco más tarde llegamos al rancherío. Un par de hombres atendían el fuego del improvisado asador .Sobre la parrilla de alambre, prolijamente alineadas, se doraban una veintena de gordas ratas. Uno de ellos les echaba sal mientras el otro, acomodaba algunas brazas con la ayuda de un viejo palo de escoba.
Los niños, sentados sobre viejos tarros de pintura, esperaban pacientemente.


Juan José García Zalazar