La diesel
Las cinco de
la mañana y ya todo el pueblo está levantado. El sol todavía no ha salido. Algunos
gallos están despiertos, desconcertados
y sin animarse a cantar. No entienden que está pasando. Por las ventanas de las
cocinas se filtran las amarillentas luces de las lamparitas. Se adivina que la
gente está desayunando, el aire se siente perfumado por el humo de las estufas
a leña. El cruel frío sureño todo lo envuelve. Esta vez su socio, el viento, no
lo acompaña. Quizás ha optado por tomarse un respiro y dejar que la gente, al
menos una vez, no tiemble apenas dejen
el cobijo de las casas.
El pueblito,
serán una treintena de casas, se desparrama alrededor de la estación del
ferrocarril como si temiesen alejarse de ella. Da la impresión de haber
sido parido a partir de la casa del jefe de la estación,
por lejos la construcción más importante. Esta vez y a pesar de la hora todas
las luces del andén están prendidas e incluso algunas lámparas quemadas, han
sido recientemente reemplazadas por flamantes focos de neón.
La noticia
llegó hace un mes. Las viejas locomotoras a vapor ya no correrían más por el
ramal que pasa frente al caserío. Se dice que a las seis de la mañana pasará la
primera máquina diesel. Que son mucho
más potentes, rápidas, enormes. Un prodigio de la ingeniería, algo nunca visto.
En el periódico del pueblo vecino salió
un artículo donde un periodista que había podido presenciar la tremenda máquina
en la capital, recomendaba no concurrir con niños o personas cardíacas al paso
del tren. Incluso aseveraba que personas de edad avanzada se descompusieron no
pudiendo aguantar la impresión al ver a
semejante engendro.
Francisco, mi
padre, descreído anarquista, apenas leyó el artículo tiró el diario y me dijo:
¡nosotros vamos a ir! Estos cagatintas capitalistas se oponen a que la gente
pueda ver los prodigios que el pueblo
trabajador y sus ingenieros pueden hacer en bien de la humanidad. Y usted tiene
edad para ver con sus propios ojos esta maravilla.
Cuando lo
comenté en la escuela me enteré que mis compañeros también iban a ir y de las
discusiones que sus padres habían tenido por el suceso que se acercaba. Parecía
que las madres se oponían en bloque por el riesgo que podíamos correr. Los padres parecían que
también se habían puesto de acuerdo para llevarnos. La rebelión paterna quedó zanjada en un acuerdo no escrito. Las
niñas no irían. En el acuerdo mi papá no contaba. Nosotros iríamos todos. Mi
mamá, yo y mis dos hermanas.
Fuimos de los
primeros en llegar. Bien abrigados y todavía con el gusto en la boca del mate
cocido muy azucarado que mamá nos hacía. También estaba el intendente con su
hijo y un compañero de papá, acompañado de su mujer y los mellizos. Mamá y las
chicas se guarecieron en el salón de espera. Nosotros nos quedamos en el andén.
Mi papá se puso a conversar con su amigo. Ambos estaban de acuerdo que el tren
no pararía en el pueblo y acordaba que estaba bien porque una formación
ferroviaria de tal categoría solo era digna de las grandes ciudades. Mi padre
le comentaba a su compañero que le hubiese gustado que su hermano hubiera
podido ver la máquina que pronto llegaría.
Le decía que no lo veía desde que llegaron de Polonia a Buenos Aires. De esto
hacían como quince años. Su hermano era técnico mecánico y de haber estado no
se lo hubiera perdido. Que las cartas que le había enviado volvían con un sello
que decía: “destinatario desconocido”
En eso estaban
cuando de pronto, como a una legua, donde las vías hacían una curva, apareció
una luz potentísima en la negrura de la noche. Me pareció que el sol salía
a ras de la tierra. Casi al mismo tiempo
el suelo empezó a temblar, cada vez con mayor intensidad. La luz avanzaba rápida. Instintivamente nos corrimos unos pasos hacia atrás.
La luminosidad empezaba a subir medida que se acercaba. Pronto llegó a
nuestros oídos un raro bramido que crecía en fuerza segundo a segundo. Yo temía
que esa cosa se nos viniera encima. Sentí como la mano de papá me apretaba y me
di cuenta que la boca se me había secado. Alcancé a ver como se iluminaba su
rostro y la rara expresión de sus ojos.
La locomotora era ahora, una gran mole negra y amenazaba llevarse todo por delante.
Pensé en un segundo en mis hermanitas, no las veía en el andén. Nosotros, sin
querer, ya estábamos pegados a la pared, como dando espacio al paso del
monstruo que llegaba. Parecía que iba disminuyendo la terrible velocidad que traía.
Alcancé a oír que el compañero de papá decía: ¡parece que va a parar! Un aire caliente y oloroso a petróleo entró por mi
nariz al mismo tiempo que un agradable calor me llegaba a las mejillas. Ya la
diesel pasaba lentamente mientras un fuerte chirrido metálico daba cuenta de
que se detenía. Recién ahí me fije que todo el pueblo llenaba el andén.
Por las
iluminadas ventanillas se veían las caras de gentes extrañas. Solo una puerta
se abrió en el segundo vagón. Bajó un hombre, alto como mi padre. Traía un par
de valijones. Se detuvo dubitativo, observando a su alrededor como buscando a
alguien. Mi padre, absorto mirando la locomotora, le daba la espalda. El hombre
se acercó a uno de los vecinos, le habló y vi que le indicaba con su brazo
extendido en nuestra dirección. El viajero pareció apurar el paso, acercándose.
Con dudas tocó el hombro de papá y con voz temblorosa preguntó: ¿Francisco…?
Papá se dio vuelta, miró al extraño a los ojos y luego,
dudando un instante, exclamó: ¡José…! Fue
ahí cuando me soltó la mano, abrazó a mi tío y pude sentir el temblor de los
cuerpos de los dos hombres estrechándose
en un abrazo que parecía no tener fin.
Cercana, la
oscura locomotora ya no me parecía tan amenazadora.
Juan José García
Zalazar
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