OSCURECIMIENTO
El pequeño puerto de Vladislok
casi fue un capricho de la Gran Guerra. Los altos mandos del Zar entendían que
Rusia debía tener un atracadero de submarinos alternativo en caso de ser atacada
la base principal. En realidad casi nadie lo tomó muy en serio. Incluso los
ingenieros construyeron un par de muelles que no hubieran soportado las olas
del Báltico más de unos cuantos inviernos. Sin
embargo llegados los años cuarenta todavía estaban en pie. La burocracia
rusa hizo que una pequeña dotación de infantes y algunos oficiales se renovasen
cada tanto en la casi ridícula base. Su defensa terrestre eran un par de
cañones de 105mm.Verdes por fuera por la
acción de la humedad. Sin embargo eran mantenidos en funcionamiento y para
Navidad se hacían unos cuantos tiros al sonar la campana de la capilla. Capilla
que era atendida por un sargento, ex seminarista. No se tenía noticia de que
alguna vez, hubiesen mandado a cura alguno desde la capital.
En el diminuto pueblo vivían las
familias de los oficiales casados. Los únicos vehículos eran dos jeeps Uaz y una tanqueta varada a la entrada del
pueblo e imposible de arreglar. En casa
se hacían esfuerzos para mantener el clima militar que toda unidad de marina
debía tener. Cada tanto se simulaba que éramos atacados por aviones enemigos. Un
poco por directivas castrenses y otro poco, imagino, que para romper la
monotonía de todos los días. Especialmente de noche Todo a modo de entrenamiento.
Entonces mi mamá colgaba de unos ganchos unas pesadas frazadas marineras,
tapando las ventanas. Se apagaban todas las luces salvo una lamparita azul que
colgaba del techo del comedor. Uno de los jeeps, entonces, recorría el caserío
en busca de alguna luz que se filtrase y denotase al enemigo, la presencia de gente.
Pero ahora Rusia estaba
nuevamente envuelta en una guerra mundial. La guerra que se nos antojaba lejana,
extraña, se iba acercando. Las noticias de los avances alemanes nos llegaban a
través de una vieja radio con gabinete de madera. Cada vez más seguido se escuchaba la sirena que daba la
alarma de un probable ataque a la base militar.
Papá ya no se sacaba el uniforme casi nunca. Al lado de la puerta de entrada,
estaban cuatro valijas repletas de ropa por
si había que evacuar.
Abuela recién llegada, no
entendía mucho de esos aprestos. Le causaba gracia esas cosas. Para ella, nacida y criada
en el campo, estábamos un poco locos. Papá distribuyó las tareas a cada miembro de la familia para los
“oscurecimientos” que era la forma en que se nombraba a esas medidas preventivas. A mis hermanos y
yo, nos tocaba sacar el botiquín de primeros auxilios y llevarlo a la puerta
principal. Después teníamos que poner una especie de rollos alargados rellenos
con arena debajo de las puertas para que
la escasa luz no saliese por ahí. A abuela le encargó que tapase la pequeña
ventana de la cocina con un retazo de cobija. Lo hacía, pero de mala gana. Solía
decir “esto es ridículo, si me viese tu difunto padre…”Colgaba el pedazo de
tela y luego se sentaba en una silla en la cocina a leer un viejo libro de
tapas amarillas a la luz de una linterna. Papá la retó un par de veces diciendo
que era peligroso. Pronto se dio por vencido ante la terquedad de abuelita.
Las noticias eran cada vez más alarmantes.
Las tropas alemanas, según la radio, pasarían por el camino principal rumbo al
norte a escasos dos kilómetros de los
olvidados muelles de Vladislok. Papá dijo que el pueblo no tenía ningún valor
militar para los germanos pero que había que estar atentos. A la nochecita sonó
nuevamente la sirena. Todos cumplimos con nuestra tarea, esta vez con mucha más
premura. Las conversaciones que solían darse, las hacíamos a media voz, casi cuchicheando.
El jeep no pasó frente a casa. Lejanos rumores como de tormenta se escuchaban
para el norte. Luego, cerca, muy cerca, oímos el ruido de una oruga. Pensamos
de inmediato en la tanqueta y que la habían,
por fin, arreglado. Luego gente que caminaba un poco a los tropezones en medio
de la oscuridad. Mamá dijo “deben nuestros infantes que van al muelle”. En seguida una
pequeña explosión, como un petardo, como los que tirábamos para fin de año. Y
nada más. Poco más tarde se sintió nuevamente la sirena anunciando que se acaba
el “oscurecimiento”. Mamá fue a la cocina a calentar la comida y sentimos un grito.
Un grito espeluznante, como nunca más volví a oír en mi vida. En la silla de la
cocina, estaba abuelita sentada, apoyada en el respaldo, como si estuviera descansando de tanto leer. En la
frente un orifico simétrico, apenas sangrante, daba cuenta de su imprudencia. La
linterna en el suelo, aún parecía moverse.
Juan José García Zalazar
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