sábado, 15 de febrero de 2014

       



                                                             OSCURECIMIENTO
El pequeño puerto de Vladislok casi fue un capricho de la Gran Guerra. Los altos mandos del Zar entendían que Rusia debía tener un atracadero de submarinos alternativo en caso de ser atacada la base principal. En realidad casi nadie lo tomó muy en serio. Incluso los ingenieros construyeron un par de muelles que no hubieran soportado las olas del Báltico más de unos cuantos inviernos. Sin  embargo llegados los años cuarenta todavía estaban en pie. La burocracia rusa hizo que una pequeña dotación de infantes y algunos oficiales se renovasen cada tanto en la casi ridícula base. Su defensa terrestre eran un par de cañones de  105mm.Verdes por fuera por la acción de la humedad. Sin embargo eran mantenidos en funcionamiento y para Navidad se hacían unos cuantos tiros al sonar la campana de la capilla. Capilla que era atendida por un sargento, ex seminarista. No se tenía noticia de que alguna vez, hubiesen mandado a cura alguno desde la capital.
En el diminuto pueblo vivían las familias de los oficiales casados. Los únicos vehículos eran dos jeeps Uaz  y una tanqueta varada a la entrada del pueblo  e imposible de arreglar. En casa se hacían esfuerzos para mantener el clima militar que toda unidad de marina debía tener. Cada tanto se simulaba que éramos atacados por aviones enemigos. Un poco por directivas castrenses y otro poco, imagino, que para romper la monotonía de todos los días. Especialmente de noche Todo a modo de entrenamiento. Entonces mi mamá colgaba de unos ganchos unas pesadas frazadas marineras, tapando las ventanas. Se apagaban todas las luces salvo una lamparita azul que colgaba del techo del comedor. Uno de los jeeps, entonces, recorría el caserío en busca de alguna luz que se filtrase y denotase al enemigo, la presencia de gente.
Pero ahora Rusia estaba nuevamente envuelta en una guerra mundial. La guerra que se nos antojaba lejana, extraña, se iba acercando. Las noticias de los avances alemanes nos llegaban a través de una vieja radio con gabinete de madera. Cada vez más   seguido se escuchaba la sirena que daba la alarma de un probable ataque a la  base militar. Papá ya no se sacaba el uniforme casi nunca. Al lado de la puerta de entrada, estaban  cuatro valijas repletas de ropa por si había que evacuar.
Abuela recién llegada, no entendía mucho de esos aprestos. Le causaba  gracia esas cosas. Para ella, nacida y criada en el campo, estábamos un poco locos. Papá distribuyó  las tareas a cada miembro de la familia para los “oscurecimientos” que era la forma en que se nombraba  a esas medidas preventivas. A mis hermanos y yo, nos tocaba sacar el botiquín de primeros auxilios y llevarlo a la puerta principal. Después teníamos que poner una especie de rollos alargados rellenos con arena  debajo de las puertas para que la escasa luz no saliese por ahí. A abuela le encargó que tapase la pequeña ventana de la cocina con un retazo de cobija. Lo hacía, pero de mala gana. Solía decir “esto es ridículo, si me viese tu difunto padre…”Colgaba el pedazo de tela y luego se sentaba en una silla en la cocina a leer un viejo libro de tapas amarillas a la luz de una linterna. Papá la retó un par de veces diciendo que era peligroso. Pronto se dio por vencido ante la terquedad de abuelita.
Las noticias eran cada vez más alarmantes. Las tropas alemanas, según la radio, pasarían por el camino principal rumbo al norte a escasos  dos kilómetros de los olvidados muelles de Vladislok. Papá dijo que el pueblo no tenía ningún valor militar para los germanos pero que había que estar atentos. A la nochecita sonó nuevamente la sirena. Todos cumplimos con nuestra tarea, esta vez con mucha más premura. Las conversaciones que solían darse, las hacíamos a media voz, casi cuchicheando. El jeep no pasó frente a casa. Lejanos rumores como de tormenta se escuchaban para el norte. Luego, cerca, muy cerca, oímos el ruido de una oruga. Pensamos de inmediato en la tanqueta y  que la habían, por fin, arreglado. Luego gente que caminaba un poco a los tropezones en medio de la oscuridad. Mamá dijo “deben nuestros  infantes que van al muelle”. En seguida una pequeña explosión, como un petardo, como los que tirábamos para fin de año. Y nada más. Poco más tarde se sintió nuevamente la sirena anunciando que se acaba el “oscurecimiento”. Mamá fue a la cocina a calentar la comida y sentimos un grito. Un grito espeluznante, como nunca más volví a oír en mi vida. En la silla de la cocina, estaba abuelita sentada, apoyada en el respaldo, como si  estuviera descansando de tanto leer. En la frente un orifico simétrico, apenas sangrante, daba cuenta de su imprudencia. La linterna en el suelo, aún parecía moverse.

Juan José García Zalazar

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