lunes, 26 de abril de 2010

El acompañante


El acompañante.


En varias leguas a la redonda de la Estancia Santa Rita, se sabía que no eran épocas de andar hasta muy tarde. Ni mucho menos alejarse de las casas. En toda la comarca la noticia hacía rato que se conocía. Todos hablaban de lo que estaba pasando. Lo hacían en voz baja y con cierto temor. Aunque, la peonada no podía disimular ante el capataz, cierto regocijo.
Lo que se decía era que por el valle del Conlara se había visto a Mate Cocido. Reconocido bandido y por cierto muy temido y también admirado. La chusma, como solía decir mi abuela, lo reverenciaba. Era su costumbre asaltar, robar y repartir parte del botín entre el pobrerío y si había resistencia, no dudaba en descerrajarle un tiro al asaltado.
Los dueños de los campos al solo escuchar su nombre, se llevaban la mano a la rastra verificando tener el chumbo y de paso mostrar, por las dudas, que estaban dispuestos a defender sus bienes. El miedo era evidente. A Mate Cocido, según los hacendados, había que matarlo donde se lo encontrase.

El capataz maldecía mientras recorría la distancia que le quedaba hasta el pueblo.
¡Justo ahora se tenían que quedar sin kerosén...! La culpa la tenía el boyerito nuevo, encargado de que no faltase. El pobre no sabía calcular bien y los grandes tachos estaban vacíos.
La tardecita anunciaba la llegada de la noche. Tendría el tiempo justo para llegar hasta el almacén del gringo Pollini y pegar la vuelta. Había atado al sulky un alazán que era una luz. Por eso lo eligió. No le causaba ninguna gracia salir a esa hora. Poco le importaba lo que los peones estarían diciendo con relación a su escaso coraje. Pero le daba un poco de rabia. Cuando pidió un voluntario para ir al pueblo, todos se hicieron los tontos.
Mate Cocido según la gente, era alto, de pocas carnes, ojos zarcos, un poco encorvado y manco. La mano derecha se la había cortado él mismo para zafar de los grilletes que el ejército le puso para llevarlo como “voluntario” a la guerra contra el indio. Se escapó a la noche, no sin antes degollar al milico que estaba de guardia y quiso pararlo. Dicen que allí comenzó su rebeldía. A los dieciséis años.

El gaucho que esperaba a la orilla del camino era alto y flaco. Le hacía señas de que parase. El capataz, pensó en lo peor. Pero paró. Pudo más el temor.
-¿Va para el pueblo, no?-le dijo el inesperado acompañante mientras le extendía, a modo de saludo, la mano izquierda y ponía su pie en el estribo. Ni se molestó en preguntar si lo llevaba. Decididamente se sentó en el pescante.
-Mucho gusto-contestó Don Gervasio con un hilo de voz. Cuando pudo dominar sus nervios y aparentando tranquilidad le preguntó:
-¿Está trabajando por estos lados?
-No, de paso nomás-contestó el hombre. Luego calló.
El capataz arriesgándose un poco más, le comentó:
-Ud. sabe que tiene suerte de encontrarme, porque a esta hora ya nadie sale al camino. Dicen que Mate Cocido anda por estos pagos. En cuanto terminó de decir la frase se dio cuanto que había metido la pata. Ya era tarde para arrepentirse. El hombre fijó sus oscuros ojos azules en los del conductor y pausadamente le dijo:
-Ud. no se haga problema, que si está conmigo, nada le va a pasar.
Gervasio sintió una rara sensación, mezcla de temor y también de alivio. Estaba seguro que viajaba en compañía del asesino mas buscado por la policía. Nunca supo muy bien porque, pero lo que dijo después, durante mucho tiempo lo hizo sentir culpable.
Le dijo, como avisando:-Solo tengo unos pocos pesos para el kerosén. Tendría que haber traído más, para comprar algo de yerba y harina.
El desconocido le clavó una dura mirada y lentamente llevó su mano en dirección al facón que asomaba en su cintura. El corazón del capataz se detuvo. Hasta aquí llegué, pensó. ¿Por qué no me habré callado? Entonces vio que el hombre sacaba un puñado de billetes del bolsillo y sé los ofrecía.
-Aquí tiene, no se quede con las ganas y tómese unas copas a mi salud. Y pare, que aquí me bajo-ordenó con gesto hosco.
Se apeó y desapareció entre los altos churquis de la orilla del camino.
Don Gervasio asegura que al ratito sintió un tropel que se internaba en el campo. Varios hombres lo estaban esperando en el monte.

Los billetes nunca los gastó. Los tiene en una cajita de madera que pasará, seguramente, de hijos a nietos. Dice que desde entonces le traen suerte.
Y así debe ser, porque al día siguiente, la noticia corrió con la velocidad del rayo, la estancia lindera, la de Don Tomás, fue tomada por asalto por un grupo de gauchos, quienes además de llevarse todo lo de valor, no vacilaron en degollar la caballada, para que no se armase una partida que saliera en su persecución.

Don Tomás, casi tiene el mismo fin. Mate Cocido paró en el último instante, la puñalada de unos de sus subordinados, enojado con el estanciero porque se resistía a entregarle la rica rastra de monedas de plata.

Juan José García Zalazar

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