sábado, 24 de octubre de 2009

La noticia


La Noticia

En los años setenta, compartir un departamentito de dos dormitorios entre cinco estudiantes, era normal.
Comíamos en el comedor estudiantil y el transporte era básicamente “a pata”.
La casa antiquísima, había sido seccionada en tres partes; dando así nacimiento a tres departamentos similares. Cocina en un extremo, baño en el otro y dos dormitorios en el medio. Agua fría, calefón eléctrico y luz. Alquiler barato. Por lo que todo estaba bajo control.
Excepto los crudos días de invierno. En los primero días de Mayo llegaron los fríos. El frió llegó a torturarnos La reunión por el problema no se hizo esperar y la solución tampoco.
Ricardo, el santiagueño, había observado que paredón de por medio estaba una casona abandonada. Según sus averiguaciones por lo menos hacía diez años nadie la habitaba. Contó además una historia terrible sobre la misma.
Según dijo, la casa perteneció a una familia descendiente de árabes de mucho dinero. Dijo que si nos animábamos, en la noche podíamos entrar, porque seguro que encontraríamos las estufas que tanta falta nos hacían. En lo ético explicó, no sería un robo. Dijo que el hombre creaba elementos para mitigar sus sufrimientos. Estos se desnaturalizaban si no eran utilizados. Luego justo era, que nosotros, hombres con frío, nos apropiáramos de ellos.
Llegado el momento de declararnos voluntarios, solo tres lo hicimos. Los demás objetaron razones de conciencia.

Munidos de una linterna de amarillenta luz, nos descolgamos por la tapia lindera. Nunca los sonidos los sentimos tan fuertes. Hasta los más mínimos ruidos sonaban con gran estrépito. Al menos eso nos parecía. El murmullo con el que nos comunicábamos era ahogado por los latidos del corazón. Llegamos a través de un patio, a una puerta un tanto desvencijada. Pero había que abrirla. La empujamos, una vez, dos veces, a la tercera se abrió con un estampido que resonó por toda la provincia. Nos quedamos helados.
Pero la voz de Ricardo rompió el témpano transitorio.-¡Entremos!
Y así lo hicimos.
Di un paso y desaparecí en las profundidades de un sótano que habían dejado con la trampa abierta. Probablemente por precaución. Caí sobre un sofá, envuelto en una nube de polvo. Auxiliado por los cómplices, salí y comenzamos a recorrer la casa.
Lo primero que vimos fue el comedor. En la mesa, cinco platos, con restos negruzcos de vaya a saber que apetitosos alimentos.
Los cubiertos dejados en posición de haber sido usados. La panera, con trozos aun reconocibles de pan francés. Tres copas volcadas y las manchas en el mantel de hilo. Las otras dos, deberían haber tenido agua. Se encontraban derechas y solo con un manto de polvillo. Dos sillas caídas. Las otras tres muy retiradas de la mesa. Toda la escena daba la impresión de que algo había sucedido.
Como sino hubieran transcurrido, no mas de un par de horas.

Ricardo, tomó de allí una pesada estufa de kerosén de las conocidas como “de goteo”y la llevó al patio. Luego pasamos a un dormitorio. Allí todo estaba revuelto.
Un ropero con un par de cajones abiertos con ropa colgando. La cama matrimonial con más prendas sobre ella. Un bolso a medio llenar. Todo cubierto de tierra y finas telas de arañas que ya llegaban a la mitad de la estancia.

Otro dormitorio. Indudablemente, este era para dos niños. Así lo delataban las dos camitas revueltas y algunas prendas esparcidas por el suelo. Amén de unas zapatillas del mismo pie que se encontraban sobre una cómoda. Eran de dos varoncitos. Por los camiones y otros juguetes que allí se veían. En el pasillo, Eduardo encontró una estufa de gas. De aquellas que llevan dentro una garrafa de diez kilos y también la llevó al patio.

Ya no aguanté más y les dije que nos fuéramos. Me sentía invadido por una gran tristeza. Un terrible presentimiento. Esta angustia se agigantó cuando vi colgando el tubo de un viejo teléfono que reposaba sobre una mesita de cedro.
La terrible noticia, a pesar del tiempo, parecía recién recibida.

Juan José García Zalazar

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