domingo, 4 de octubre de 2009

El vigía

El Vigía

El vetusto buque de guerra surcaba las aguas del Atlántico en alta mar. A unas 300 millas náuticas al este de Mar del Plata. El último destino de la fragata era el de servir para la instrucción de los cadetes antes de ser radiada. Porque la pobre, seguro que ni siquiera iba a ser desmantelada.
La cofa (el puesto de vigía y señales) se encontraba sobre el palo mayor, a unos doce metros sobre la cubierta principal. Siempre me pregunté para que se cubría ese puesto, en la era de las comunicaciones electrónicas. El vigía que allí apostaban, tenía como única misión avisar por el tubo acúfono al puente cuando avistara aviones o embarcaciones a trabes de sus prismáticos. Objetivo que era cubierto ampliamente por el radar.
El lugar era un estrecho círculo de un metro y medio de diámetro, ocupado parcialmente por unos cajones, donde se amontonaban las banderolas de señales. Cada tanto y si el tiempo lo permitía, algún trasnochado oficial ordenaba enviar ridículos mensajes a la otra nave, con la que viajábamos en formación. Para eso usábamos las banderolas. Los mensajes eran del siguiente tipo”: ¿Tiene Ud. viento a babor?”¡Ni que hablar de las respuestas. !
Las guardias eran de cuatro horas. Estas se reducían a dos cuando viajábamos más hacia el sur, por las bajas temperaturas. Aunque siempre en esos puestos a la intemperie, deberían ser de dos horas. El frío era cruel igual, cinco grados sobre o bajo cero. En este invierno de mis dieciocho años, quizás por recordar el tibio sol de mi lejana Córdoba, sentía al viento helado como nunca. Puse unas cuantas banderas sobre el asiento de hierro y me envolví las piernas con otras tantas. A pesar de la prohibición, tenía puestas tres pares de medias y me recubría la cabeza con una tira de trapo de lana que robé del cuarto de máquinas. Casi no tenía lugar para el casco.
El barómetro bajaba con rapidez, señal inequívoca de que se acercaba una fuerte tormenta. Las manos a pesar de los guantes, no las sentía. Cada media hora tenía que sacarlas del bolsillo del gabán para asomar el anemómetro y tomar la velocidad del viento. Otra de las tareas sin sentido. El viento ya era de 70km/h y con fuertes ráfagas. El mar cada vez se ponía más amenazante. Las olas de a poco habían ido desapareciendo para irse transformando en verdaderas lomadas de agua. Al mirar hacia abajo me di cuenta que habían dado la orden de cerrar todos los tambuchos y respiraderos. Estábamos a la puerta de un temporal.
Todas las guardias de superficie se habían levantado, excepto, la mía. Indudablemente el contramaestre, se olvidó de mí. Al poco tiempo, estábamos rodeados de verdaderas montañas de agua. Como casi no me podía mantener en pie, me até con unas sogas en cruz a los bordes de los cajones metálicos. El mar rompía contra la proa y barría con furia la cubierta principal. Al mirar a popa, vi a la fragata que nos acompañaba, como desaparecía tras un cerro de agua y al rato nuevamente aparecer. Era como si cabalgase sobre el lomo de una gran bestia marina. Pensé que lo mismo nos estaba pasando a nosotros. Tenía miedo. Llovía a cántaros. Los rayos caían a nuestro alrededor y yo no hacia más que mirar el pararrayos que se encontraba montado sobre el radar. Estaba a escasos seis metros de donde me hallaba.
Escuchaba extraños ruidos que venían del interior del buque. Algunos los podía identificar. La caída de las fuentes de comida, el rodar de los tambores que se habrían soltado en los sollados. Otros eran quejidos, mas profundos, torceduras, retorcijones, estiramientos del cuerpo mismo del barco. El buque sufría, se quejaba.
Yo lloraba y decía: -¡Quién me mandó a meterme en esto!
El cabeceo y el rolido del navío, eran cada vez más pronunciados. Sabía que lo más peligroso es el cabeceo. Hay un ángulo en todo barco que si se llega a dar, no se recupera y en vez de trepar sobre el agua, se sigue camino a las profundidades. Y el cabeceo era cada vez más agudo. Nunca antes me había sentido tan pequeño, tan endeble y con tanto miedo. Si seguíamos con el mismo rumbo haciendo frente a semejante temporal, hasta el menos avezado se daba cuenta que el resultado era el naufragio.
Afortunadamente, una interminable hora más tarde, observe que la otra fragata comenzaba la maniobra de “caer a estribor” para poner la popa a la tormenta. Lo mismo hicimos segundos después. Entonces, al dar la espalda al vendaval, todo tendió a normalizarse.
Dos horas mas tarde nada hacia imaginar que allí había estado el Infierno. El sol brillaba, el mar estaba tranquilo, el cielo sin una nube.
El contramaestre fue el primero en salir a cubierta a evaluar los daños y el primero en mirar hacia arriba y verme. Yo desde allí, vi una boca con la forma de una gigantesca “O”, acompañada con dos ojos desorbitados. Casi de inmediato dos suboficiales con frazadas llegaron a rescatarme.
Estuve tres días en Enfermería, dándome la gran vida. No tenía nada. Pero no me daban de alta. Me la dieron cuando llegamos a Brasil.


Al bajar en Porto Alegre de franco con mis compañeros y darme vuelta para saludar a los que ese día quedaban de guardia, vi que todos los oficiales estaban en cubierta. Sus caras largas lo decían todo. Mientras estuvimos en Brasil, no pudieron bajar del barco. Estaban todos arrestados por orden del Comandante.


Juan josé García Zalazar

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