lunes, 7 de diciembre de 2009

El viaje



El viaje

Esta camioneta tiene que haber estado cargada con bolsas de cal y de arena.Desde que subimos a la caja y a pesar de los pañuelos, no dejamos de respirar el polvillo blanco. Liliana tiene sus bellos ojos marrones enrojecidos por la arenisca. Estamos cruzando el desierto patagónico y eso nos llena de felicidad.

No recuerdo la cara de mi madre. Hago esfuerzos cuando me acuesto y cierro los ojos para que milagrosamente se aparezca en mi mente. Solo Dios sabe cuanto deseo verla. En el Hogar de Menores, nunca nadie me habló de ella. Solo una vieja cocinera me dijo una vez que era muy jovencita y que vivía en el campo cerca de Totoral. Que seguro que no había podido hacerse cargo de mí y por eso me entregó al juez. Pero por mas que le preguntase no me dijo mas nada. Yo quería conocer como era. Ella me respondía como al descuido: “como cualquier chica de esa edad”
Cuando cumplí los quince años me trasladaron a un instituto de menores de la capital. Ahí me mandaron a trabajar a una panadería. En las noches mientras amasaba, me imaginaba como sería ella ahora. Y si se acordaría de mí. Creo que fue entonces cuando me propuse encontrarla. Lo raro es que no me interesaba para nada saber algo de mi padre.
Un maestro averiguó en los expedientes que en realidad me había entregado mi abuela y que allí figuraba con domicilio en Río Gallegos. Empecé a juntar dinero porque pensé que si lograba encontrarla, ella me podría decir donde hallar a mi madre. Desde entonces durante el día y también en sueños, imaginaba el viaje y el encuentro.
Fue en esos días que conocí a Liliana. Ella también estaba en un instituto de menores a pocas cuadras del nuestro y el día de la primavera los docentes organizaron una fiesta.
La primera en entrar fue ella. A las otras ya ni las miré. Mis ojos, a pesar de mis esfuerzos, no se apartaban de los suyos. Aproveché que se encargó de repartir las gaseosas para mirarla de cerca. Cuando me dijo ¿querés? sentí que algo muy lindo me ocurría. Venciendo el temor a ser ignorado, me acerque. Comencé una conversación y no sé porque terminamos hablando de nuestros padres. Mejor dicho los de ella. Porque ella estaba internada por malos tratos de su padrastro. Me mostró unas cicatrices que tenía en las piernas, por las cadenas con que la ataban a la cama cuando era niña. No lo podía creer. Siempre había escuchado de mis compañeros las palizas que algunos debieron soportar, pero nunca imagine que a una niña también se la podía maltratar igual. Me vinieron unas ganas tremendas de conocer al padrastro y juro que si en ese momento lo hubiera visto, lo habría matado. Sin embargo Liliana le quitaba toda importancia y parecía mas interesada en conocer el proyecto de búsqueda del que le hablaba, que en tomar venganza.
La fiesta terminó y quedamos que le pediría a la Directora que me dejase ir a visitarla los jueves, como si fuera un pariente. Desde ese momento no deje de molestar a los docentes para que averiguaran que había pasado con el permiso. El miércoles llegó la buena noticia. Podía ir a verla.
Liliana trabajaba en una casa de familia en Avenida Maipú. Esa vez le mentí al Director. Dije que tenía que hacer un reemplazo a la tarde y la pasé a buscar. Nos fuimos al cine y luego a un café. Allí empezamos a planear la fuga. Porque sino teníamos que estar hasta la mayoría de edad para poder salir.
Al principio yo no estaba muy convencido de lo que le contaba, haciéndola partícipe de la aventura. Porque el viaje siempre lo había imaginado solo. Pero hubo algo que me decidió. Al cruzar la Maipú y como yo caminaba más rápido, me tomó de la remera de la parte de atrás y no sé porque, ese gesto me indicó, que Liliana sería mi compañera para todo en la vida.

El cartel dice: “Comodoro Rivadavia 360 kilómetros”o sea que falta un montón para Gallegos.
Liliana se ha dormido. Había sido de “fierro” la niña. Esa vez cuando le dije si se animaba hacer el viaje me contestó casi sin pensarlo: “y... tenés que probarme”.
Su cabeza esta apoyada sobre mi brazo. El negro cabello brilla alborotado por el viento y estoy pensando, que si no encuentro a mi abuela, ya no tiene tanta importancia.

El nuevo cartel dice: “Comodoro Rivadavia 350 kilómetros.”

Juan José García. Zalazar

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