sábado, 12 de diciembre de 2009


Orgullo

Hace más de una semana que la pregunta me da vueltas en la cabeza. ¿Porque me habré metido en esta? Y la respuesta se va abriendo camino: para joderlo a mi viejo. El no quería que entrase a la escuela militar.

Debe hacer cuatro horas que me tienen arrastrando por el campo de aterrizaje del cuartel. Ellos son mis superiores pero se cansan pronto. Cada media hora se relevan. Parece que es cansador dar órdenes y tocar el silbato.¡¡Pri-pri!! arriba y al trote ¡pri! cuerpo a tierra, ¡pri-pri-pri! arrastrarse. Y así hora tras hora. No me importa, tengo un excelente estado físico.

Estos piensan que me están haciendo pagar por mi rebeldía y me están enseñando quien es el que manda. Quien tiene el poder. Pobrecitos no tienen ni idea con quien están.
Como no la tenía el milico de cuarto año que festejando el cumpleaños de un camarada nos sacó la única jarra con agua que teníamos para ocho cadetes en ese tórrido mes de Enero. Nos estaban racionalizando el agua. Siempre la misma escasez. Siempre la falta de agua. Sufríamos sed, terrible sed que llegaba a partirnos los labios.
En realidad, intentar sacarla. Porque cuando vi que su brazo pasaba por encima de mi hombro para tomarla, sin pensarlo se lo agarré y lo inmovilicé. ¡Para que! Empezó a gritarme órdenes. ¡Suélteme, bisoño! ¡Esta loco bípedo! ¡No escucha la orden! A los segundos todos sus compañeros se arremolinaban alrededor mío, a los gritos. Yo no escuchaba nada. Solo apretaba su brazo. Por primera vez en dos años hacía lo que sentía.
No puedo negar que tenía algo de temor. Durante meses y meses, año tras año, se nos había inculcado obediencia ciega a la orden del superior.”El superior siempre tiene razón y más cuando no la tiene”

Como un reflejo tardío le solté el brazo. No fue por miedo, insisto. El cadete, de quien ahora ni me acuerdo ya el nombre pero si de su cara, se sintió libre y de nuevo, la arrogancia lo invadió. Me tomó el cuello del uniforme por la parte de atrás, justo debajo de mi nuca y me di cuenta que intentaba echarme el agua de la jarra en la espalda. Sus compañeros lo estaban mirando.
Esta vez tampoco lo pensé. Me tomé el cuello por delante y tire hacia abajo de tal modo que no tuviera lugar para derramar el agua. De nuevo el griterío, ordenes, contraordenes, insultos, golpes sobre la mesa. Los ojos desorbitados de mis compañeros y una especie de paralización del tiempo. Era como si todo a mi alrededor de pronto desapareciese, solo veía los gestos, las caras desencajadas de los milicos gritándome. Sus asquerosos alientos y la llovizna inmunda de sus salivas salpicando mi rostro. Al fin me di cuenta que obedeciendo podía burlar la intención del cadete .Me tiré al suelo del comedor y al ritmo del silbato salí por la puerta principal rumbo a este campito cubierto de rosetas.

Si, debe hacer como cuatro horas que estoy haciendo flexiones de brazos, trotando, arrastrándome al mando del engreído de turno. Algo me está pasando porque cada vez me cuesta mas levantarme del piso .Me estoy cansando. No yo, mi cuerpo. Me da bronca que los músculos no me obedezcan y mas que estos hijos de puta se den cuenta.
Me quedo unos segundos de más en el suelo. El aire no me entra en la cantidad necesaria. El corazón amenaza con salirse del pecho y su golpeteo hace rato no me deja entender bien lo que me dicen. No se si me parece, pero un leve resplandor alcanzo a ver en el horizonte antes de caer nuevamente. Debe estar amaneciendo

Me viene a la cabeza la última clase del profesor de judo. Esa vez se apartó de la monotonía de las prácticas de tomas y nos enseño tres formas de matar con el solo uso de las manos. Se me ha grabado a fuego una, la más sencilla. Solo se necesita usar correctamente el filo de la mano y dar en el lugar preciso. La muerte es instantánea, no hay sangre y tiene la gran ventaja de que ningún forense la puede detectar como echa por el hombre. Suele pasar como un golpe producido por una caída. Como lo que se hacen al caer por una escalera.

En este cuartel ningún edificio tiene ascensor. Y eso que son de tres pisos. Hay escaleras en todos lados.

Kilómetros y kilómetros de escaleras...




Juan José García Zalazar

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