jueves, 3 de septiembre de 2009

Antonio,el cura


Antonio, el cura

Quien hubiera conocido la historia de Antonio se hubiera cuidado mucho de hablar de él.
Había nacido en un pueblito de España, Santibáñez de Tera, en medio de una pobreza que espantaba. Sus otros diez hermanos mayores comenzaron a trabajar casi antes de hablar Su padre, un hombre muy sufrido y para colmo de ideas comunistas, hacía de su trabajo un culto. Nunca se empleó ni tomó empleado, porque decía, que ese era el principio del capitalismo. “A la gente se le paga, siempre, menos de lo que produce.”
El tipo se las traía.
De sus hijos solo uno, Antonio, compartía sus ideas. Sin embargo, por esas cosas extrañas de la vida, también era el sobrino preferido de su tío, el cura. Él le enseñó a leer y escribir.

Y llegó la tan temida guerra. Españoles contra españoles. Franquistas de un lado y republicanos por el otro. Jamás se habían visto mayores atrocidades en el suelo español. Antonio, no lo pensó dos veces y se anotó como voluntario en el ejército de la República Y partió al frente de batalla.
Allí conoció a Graciela, una argentina que llegó con las Brigadas Internacionales. Al poco tiempo se enteró que su padre había sido ajusticiado en su lejano pueblo. Un par de meses antes de que Franco ganase la guerra, Antonio fue licenciado.
El oficial a cargo del batallón les dijo que era de esperar que se viniesen los fusilamientos en masa de los soldados vencidos. Por eso se puso en contacto con su tío religioso para proteger su vida y la de su compañera. Eran épocas muy peligrosas. Si embargo el sacerdote se las ingenió para protegerlos. Conocedor del sentir de los españoles, puso en práctica una idea que sería la salvadora.
Antonio debía transformarse en cura. Precisamente él, que era conocido en su pueblo como comunista y como mujeriego. Pero los tiempos urgían El tío los ocultó en la casa parroquial y se dedicó a enseñarle la liturgia católica. Después, fabricarles documentación falsa, fue relativamente fácil. Un poco mas complicado fue sacarlos del país. Pero ambos llegaron, por fin a Buenos Aires, en viajes distintos.
El arzobispo, ignorante de la verdadera identidad, lo recibió con todos los honores ya que traía una recomendación, también falsa, del Obispo de Madrid y lo destinó a una parroquia en el barrio de Devoto que tenía una cómoda casa parroquial.
Su mujer criada en Villa Luro y por eso conocedora de la zona, alquiló una casita cerca de las vías a unas pocas cuadras del templo donde oficiaría su marido. Y comenzó a frecuentar la iglesia. Al año ya todo el barrio la conocía como la beata del lugar. No había misa a la que no fuera, ni actividad parroquial en la que no estuviera. Al año y medio encabezaba la Acción Católica
Los té canasta, rifas, ferias de platos y peregrinaciones a distintas vírgenes del todo el país, eran celosamente supervisadas por el padre Antonio y Graciela, hasta altas horas de la noche. Debían planificar cada una de las actividades.
El curita era de los llamados “modernos”. Había renunciado a usar el auto del arzobispado y se movía en una moto enduro. Era poco dado a usar sotana. Solo se la ponía cuando venía el obispo o cuando daba misa y aún en esas ocasiones, se le solían ver las zapatillas por debajo del hábito. Normalmente usaba un par de vaqueros y alguna remera. Jugaba al fútbol con los chicos de la Juventud Católica y solía frecuentar un café de Villa Luro que a la noche se transformaba en pub.
Quizás por esa forma distinta de actuar, comenzó a crecer en forma rapidísima la Acción Católica. Mejor dicho, la rama femenina de la Acción Católica. En poco tiempo una verdadera “epidemia “de religiosidad se extendió por Devoto y Villa Luro. Un ejército de señoras y señoritas se incorporaron a las huestes del catolicismo porteño.
Graciela, no daba abasto controlando y rindiendo cuentas de todo lo actuado, al curita. Las actividades eran cada vez mas y por lo tanto mas el tiempo que se veía obligada a estar con Antonio. Por supuesto que nadie sospechaba nada de nadie. Y mucho menos de la santurrona de Graciela.
Además el falso sacerdote, siempre de un modo u otro introducía en el sermón la frase “no hay que hablar de la gente, solo de las cosas”y de tanto repetirlo, casi que ya era el lema de la feligresía.

Por eso cuando la espectacular mulata, recién llegada de Venezuela, se acercó a la parroquia en busca de auxilio espiritual y comentó que en su lejana patria practicaba la santería, Antonio tomó como un deber moral inculcarle la verdadera religión. Se dedicó a su conversión casi por completo.
Y se produjo el milagro. Al poco tiempo, ya no se sabía quien era más devota si, Graciela o Azulé, que así se llamaba la antillana. Prácticamente las dos mujeres vivían todo el tiempo en la iglesia. Al principio parecía que había entre ellas, una especie de competencia a ver quien cumplía mejor con los mandatos de la religión. En este caso personificada en el cura Antonio. Pero nadie habló de más, por aquello de que “no hay que hablar de la gente... ”
Hasta el día en que la puerta de la iglesia permaneció cerrada a las siete de la mañana, hora de la primera misa. Y así estuvo por el resto del día. Recién al segundo día, el barrio se dio cuenta que no solo no se lo veía mas al cura, sino que tampoco se las vio mas a Graciela y a la venezolana.

El año pasado viajé a Caracas a un Congreso de Economía Solidaria. El gobierno de Chávez, una vez terminado el evento, nos ofreció un par de días en la Isla Margarita.
La primera noche fuimos a un lugar que nos dijeron que era de unos argentinos. La decoración del boliche era muy original pero lo que nos pareció mucho más original fue el nombre: “El pub del cura glamoroso”
¿A que no adivinan quienes lo atendían?



Juan José García Zalazar

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