jueves, 10 de septiembre de 2009

Un milagro



Un milagro



Don Ernesto siempre decía que cuando llegó de España lo hizo con una mano adelante y otra atrás. Que todo se lo debía a esta bendita tierra. Había podido criar a sus hijos y darles una educación que su patria se la hubiese negado
Uno cuando lo escuchaba no entendía del todo. Porque Don Ernesto, si de bienes materiales se trataba, solo tenía un carro y un pobre matungo al que se le podían contar las costillas.
Vivía en un rancho, bastante amplio porque fue uno de los fundadores de la villa. En ese tiempo el terreno estaba prácticamente vacío. Lo de la educación era muy cierto, las chinitas y los muchachos habían salido bastantes aplicados y todos terminaron el secundario. Incluso la mayor estaba en al facultad. Pero hasta ahí llegaban los progresos. Si no fuera por los planes sociales del gobierno lo estaría pasando bastante mal. Él solo sabía sembrar la tierra como lo habían hecho durante siglos sus antepasados en España, en las comarcas áridas del valle del Tera. En esta ciudad querer sembrar algo era una quimera.
Todo el mundo lo quería. No se lamentaba de nada y daba gracias por lo que tenía y por lo que iba a tener. Era un optimista nato.
Este año se le había dado por las poesías. En las conversaciones con los vecinos se las ingeniaba para de algún modo mechar, cada tanto, un par de rimas. En la villa se usaba recitar poesías gauchescas. Pero esto de hablar de las flores, los sentimientos, los amores y las ausencias y de estar viendo cosas donde no las había, era bastante equívoco.
Ernesto últimamente decía que las cosas tenían vida y que hablaban, solo había que estar atento para oír lo que decían.
Un día un vecino le dijo que se tenía que dejar de hablar macanas y ocuparse mas de sus cosas. Por ejemplo, del carro, que se le estaba viniendo abajo por falta de mantenimiento. Ernesto le contestó que estaba por pintarlo, cuando las maderas le dijeron que no lo hiciera, porque le estaban preparando una sorpresa para el próximo mes de septiembre. Apenas faltaban unos veinte días.
Fue este vecino el que hizo correr la noticia que Don Ernesto estaba loco y que había que hacer algo. La prueba evidente de la insania fue que el carruaje fue abandonado en un recoveco del caserío en un lugar húmedo, debajo de una frondosa morera.
Don Ernesto explicó una sola vez que ese era el lugar donde el carro le había pedido que lo dejara y anunció que el milagro estaba cerca.
Una comisión de vecinos se acerco hasta el dispensario en busca de la ayuda profesional de una psiquiatra para el pobre hombre. La médica les dio turno para que lo trajeran el veintiuno de Septiembre, y unas pastillas para que fuera tomando.
Llegó el día y en vez de traer al paciente los vecinos le pidieron azorados que los acompañara hasta el domicilio del viejo, para que viese lo que había ocurrido. La médica se preparó para lo peor.
Grande fue la sorpresa cuando vio que el carro era una explosión de colores. De las tablas habían brotado infinidad de ramas y flores. Incluso un par de pititorras buscaban nerviosas entre las hojas un buen lugar para hacer el nido.
Parecía una de esas carrozas que hacen los estudiantes para celebrar el día de la primavera.
La doctora muda como una piedra no creía lo que veía.
Don Ernesto apoyado sobre las varas del carro sonreía con picardía, sin revancha, pero haciendo ver que él no mentía cuando hablaba del milagro
Él nunca mentía, a veces, fantaseaba un poco.

Juan José García Zalazar

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